¡Ruana! (II)

Un día nos llamó a las dos y dijo que iba a matar a Ruana, ya que no le era rentable y se gastaba en «moyuelo» más de lo que producía. Magdalena y yo nos miramos, y la tía «espabilá» captó la mirada, que confirmaba sus sospechas. Ante sus amenazas y coacciones, terminamos confesando nuestra «falta». Desde ese triste día, nos fue arrebatado el delicioso manjar. Ruana entendía nuestra tribulación y me miraba desconsolada, diciendo: «¡Par, par, par!». Yo la cogía en brazos y le pasaba la mano sobre las plumas del lomo: «¡No te preocupes!», le decía. «¡Tú no tienes la culpa de nada, pero entiende que no íbamos a dejar que te matara esa tía “búfala” siendo inocente!». Aquella pavita era prodigiosa: después del triste desenlace, ponía su huevo a la misma hora y nosotras se lo llevábamos al ama de llaves, sin falta, todas las noches al volver de los campos, mas Ruana no nos dejó en la estacada, porque a las siete de la tarde soltaba otro huevo, a veces con dos yemas. Meses más tarde dejó de venir con nosotras y su manada, y durante un mes no la vimos por ninguna parte y nos temimos lo peor, pero una mañana se incorporo de nuevo a la «troupe» seguida de 22 pavitos, tan guapos como ella y que, siguiendo su costumbre, también se negaban a andar mas de lo necesario. Mi padre nos hizo canastos de mimbre, y cada niño transportaba dos o tres pavitos al campo. No sé si por los genes, pero eran igual de listos que su madre. Ruana vivió muchos años, creo que fueron 17, cosa insólita en un pavo. Cuando nos juntamos los ocho hermanos, cuñadas y sobrinos, siempre sale a colación aquel precioso animal que siempre nos fue fiel y al que recordamos con cariño, sobre todo en la época de Navidad, fecha triste por el fin de esos bichitos, en las llandas, asados.

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