El hijo del diablo

La madre siempre decía que aquel hijo suyo era del diablo; desde bien pequeño demostró su maldad, peleándose con los amigos, a los que además tiraba piedras, ponía zancadillas cuando iban corriendo, hurtaba los bocadillos y, si se resistían, era un tirón de los pelillos del cogote o una patada en el trasero lo que se llevaban. Un día tropezó, clavándose un clavo de una tabla. A los gritos acudió la madre como una loba a rescatar a su cachorro, lamiéndole la sangre, aplicándole una gasa untada de aceite de oliva, cubriendo bien la herida para evitar infecciones, pero el mocoso la miró con cara de odio, exclamando: «¡Deje usted de hacer teatro, que no es para tanto! ¡Ojalá me muriera para que llevara sobre su conciencia el descuido en el que me tiene, todo el día suelto como un potro, correteando por la aldea!». «¡Señor!», pensó la madre, «¿qué he hecho yo para merecer esto? Estoy desde el alba hasta la anochecida trabajando en el campo, y no tengo más remedio que dejarlo aquí porque es tan malo que arranca los frutos de la tierra y roba el dinero de las chaquetas que cuelgan los obreros de un árbol, gatea y, ¡vaya maña que se da para que nadie lo vea!». La vida no fue un lecho de rosas para aquella mujer, sino un continuo sufrimiento. Ya el hijo se hizo mayor, yéndose al servicio militar por 3 años y, cuando volvió, se hizo novio de la única mujer que había en la aldea dedicándose al oficio más viejo del mundo… ¡Más discusiones, más peleas, hasta que la abnegada madre le dio el ultimátum: «Antes muerto que junto a la ramera». Haciendo de tripas corazón, y teniendo un «as» en la manga, se casó con la primera que le vino a mano, a la que daba tales palizas, que muchas veces las vecinas creían que la mataba. Con el tiempo se dio con la madre y con la esposa, pero él, como la cizaña, siguió vivo, pues… bicho malo nunca muere.

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