Aire enrarecido

Aquella mañana de junio estaba fresquita, con un vientecillo agradable que hacia danzar las ramas de los árboles. Por la alameda venían Luis y Felipa, con su enorme panza, que parecía querer reventar la tela de su falda plisada; estaba en los últimos días de su embarazo y había decidido ir a soltar la criatura en casa de la «Chacha María», que vivia más acomodada que ellos o sus padres. Fipa, como la llamaban cariñosamente todos, sabía dónde arrimarse y que en la hora decisiva, ya que era primeriza, no le faltarían los cuidados ni atención de D. Rafael, el practicante del pueblo, que era médico, comadrón, cirujano y todo lo que se le pusiera por medio, al no haber nadie en 30 km. a la redonda para esas cosas y, desde luego, él era una bendición para la comarca. Caminaba el matrimonio, ella agarrada al brazo de él, por si daba un tropezón. A cada ratito se paraban a la sombra de algún árbol a descansar. En una de esas paradas, ella dijo: «¡Luis, me tengo que tirar un pedito!». Dicho y hecho, pero le salió, no rana, sino un chorrillo descompuesto que atufaba. ¡Qué apuro, madre mía! Luis se quitó la camisa y allí, como pudo, la limpió. Al fin llegaron a casa de su tita: «¡Chacha!», dijo Fipa, «me he equivocao y por tirarme un peo me he cagao!». No paraban de reír. Su tía la llevó al arroyito que discurría por el huerto, y allí se lavó y puso ropa limpia. Esa anécdota, cada vez que la veo la recordamos. Ahora es anciana, viuda y tiene varios nietos. Chacha María fue la madrina, y el regalo para su ahijada María Trinidad consistió en una casita de planta baja.

Kartaojal

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


*