Otra historia real: La amistad no se compra, se trabaja

Acababa de estudiar comercio y arte dramático, y, apenas en mi veintena, aunque trabajé como contable durante unos meses, tenía que incorporarme al servicio militar obligatorio en los sesenta, desde Tenerife a Gran Canaria, dos años de servicio obligatorio, que todos teníamos que servir, aunque estaba también el servicio de milicias, sólo para unos cuantos. En la base naval de Gran Canaria me encontré incluso con amigos estudiantes de Tenerife, de la Escuela Profesional de Comercio, no muy felices con el destino, pero había que luchar contra las adversidades y así lo intenté, aunque, a decir verdad, mis tiempos libres eran monótonos, sin amigos, ni familia, ni dinero, hambrientos, no recuerdo comer bien en la base, aunque de vez en cuando intentábamos hablar con algunas de las muchas extranjeras de vacaciones en la isla, pasear con otros soldados o acudir a la librería, que era gratis, fresca y silenciosa, aunque la disciplina y eficacia del servicio militar eran algo con lo que había que contar y estar orgulloso, a pesar del hambre que pasé.
Uno de esos días, paseando con otros varios soldados, saludé a un gran-canario llamado Juan, Juan a secas, que, por fortuna, amaba la cultura, especialmente el teatro, y, juntos, hablamos durante horas y horas, nos convertimos en muy buenos amigos y organizamos tertulias y ensayos en nuestro tiempo libre, e incluso escenificamos algunas obras en círculos culturales de la capital Gran Canaria, entre ellas, «La trompeta y los niños», que se escenificó también en el Teatro Guimerá de Tenerife, con Eloy Díaz, Eduardo Camacho, que ya no están con nosotros, y un servidor.
Aunque la familia de Juan vivía en una pequeña, pero acogedora casa, era muy humilde, sensible, calmada y pensativa. Josefa, su madre, apenas podía moverse, siempre sentada en su silla de ruedas, pero siempre leyendo u oyendo la radio; Juan senior, muy culto y amante de la música clásica, sufría de artritis aguda y los dolores en sus brazos eran tan intensos que se rociaba con petroleo sus brazos, a escondidas, en una caseta anexa a la casa, para intentar paliar los dolores, pero la amistad que ofrecían sus padres, durante mis visitas a su casa, era inigualable y sincera; me mataban el hambre que padecía en la mili con bocadillos y frutas. Ellos siempre eran muy generosos. Juan Senior y Josefa se amaban increíblemente, jamás los oí discutir o quejarse, siempre sonrientes y agradecidos.
Mi amigo Juan, Juan a secas, hijo único, humilde y modesto, sensible y pensador, escribía muchas poesías, cuidaba de sus padres en su tiempo libre del servicio militar. Juan siempre decía «el hablar es sólo un medio, no un final», como en el teatro.
Nada reemplazará al amor y a la amistad, ni siquiera el dinero, el poder, los indultos o las recomendaciones.

José Antonio Rivero Santana

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