Envidias y orgullos (2)

«¡Señora, el mancebo huele muy mal y me temo os contagie ese hedor!». Ella no hizo caso. ¡Hasta ahí podíamos llegar, que una piojosa asalariada se permitiera dar consejos a su ama! Pensó seriamente despedirla, pero antes debía verificar si aquello era cierto. El mozo padecía sinusitis y no podía distinguir ningún olor, por eso, la ladina doncella levantaba la silla donde se sentaba el mancebo y embadurnaba la anea con bosta de vacas, rilas de ave o mohones de cerdo. Rosalía acudió al día siguiente a echar unas parrafadas con el tal sujeto, viendo que cada vez que se movía en el asiento, salia el tufo inundando todo el taller. Tuvo que dejar de ir allí, ocasión que aprovechó la criada para «camelar» al del taller, solterón y rico, casándose con él para darle en las narices a su altiva ama y estar a su misma altura. Compraron un tilburi, y cada domingo acudia el matrimonio a misa, seguidos por un ayudante que emplearon para ayuda en el taller. La gente se hacía lenguas de la prosperidad de ellos y la decadencia de su antigua señora, que, entre el lunar y el lobanillo, cada día estaba peor, sospechando que aquello acabaría en cáncer. Al correr el tiempo, la criada quedóse en estado de buena esperanza, cosa que hizo rabiar a la envidiosa Rosalía, que, riendo, decía: «¡Ya viene al mundo otro chatarrero chapuzas!», pero el niño era un sol hermoso, lindo, de tez blanca y ojitos expresivos, mas la malvada Rosalía se puso en tratos con unos magos que hacían mal de ojo. El niño empezó a enflaquecer y llorar noche y día, hasta que al fin murió, dándose la casualidad que Rosalía y el chico fallecieron a la misma hora, así que el nene estará en la gloria de Dios Padre y la celosa Rosalía recibiendo tizonazos del demonio Satanás. Nota: «No desees el mal al vecino, que lo tuyo viene de camino».

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