Un español de 1873: Castelar

En al año 1873, España vivió su primera y única experiencia de República federal. Tras la renuncia de D. Amadeo, el Congreso y el Senado, reunidos en Asamblea, proclamaron la República el 11 de febrero; y el 7 de junio las Cortes Constituyentes, formadas casi exclusivamente por republicanos federales, la declararon federal. Ahora bien, la proclamaron federal sin Constitución que estructurara la organización federativa, y existiendo opiniones distintas sobre la misma. Los intransigentes, también conocidos como izquierdas, aspiraban a una implantación inmediata, sin más, al modo revolucionario, de la Federación, que debía articularse de abajo a arriba, desde el cantón; un cantón que carecía de definición territorial, que podía ser, y lo fue, un pueblo, una ciudad o varias y hasta una provincia. Los otros federales, moderados, de derechas, mayoritarios, por cierto, en aquellas Constituyentes, creían en una Federación ordenada de arriba abajo, creada al amparo de una Constitución federal; una federación a implantar cuando hubiese orden en el país; y presentaron a las Cortes un proyecto de Constitución federal.
Aparte la insurrección carlista, que se arrastraba desde la Monarquía y que la República heredó, el gran problema de ésta fue el desorden generalizado, los motines diarios que dijo el sr. Castelar en su despedida; desorden que se agravó cuando se convirtió en verdadera insurrección de los cantones (Cartagena, Valencia, Sevilla, Cádiz, entre los de más resonancia, por su resistencia, pero hubo más; y los particulares sucesos de Alcoy, más revolucionarios que cantonales). Del Gobierno presidido por el sr. Pi y Margall llegó a decirse que sólo era obedecido en Madrid.
Pero no es propósito de estas notas detallar aquellos episodios, sino la condena del movimiento cantonal, la defensa de la unidad y la proclamación de españolismo que hizo D. Emilio Castelar en aquellas Cortes, sesión de 30 de julio, con un discurso del que reproduzco los párrafos más acordes con el propósito apuntado:
«¿Qué quería yo? ¿Qué deseaba yo? ¿A qué consagraba yo toda mi vida? A pensar en el advenimiento de la República, a procurar que la República se hiciera con los republicanos, por los republicanos; más para todo el mundo. Y, ¿qué creéis? ¿Creéis que con vuestra conducta, que con vuestros procedimientos, que con vuestros cantones, que con vuestra sublevación militar, con esa demagogia pretorianesca sin nombre, sin título, sin responsabilidad, nos salvaréis? No: no; con esas criminales demencias, con esas insensateces de suicidas, sólo nos espera la destrucción pronta y la deshonra irremisible de la República. (Aplausos prolongados y repetidos)»
«Me opondré siempre con todas mis fuerzas a la más pequeña, a la más mínima desmembración de este suelo, que íntegro recibimos de las generaciones pasadas, que íntegro debemos legar a las generaciones venideras, y que íntegro debemos organizar dentro de una verdadera federación. Y el movimiento cantonal es una amenaza insensata a la integridad de la patria, al porvenir de la libertad. Mientras unos de esos cantones toman las naves, mientras otros piratean, mientras aquellos dividen y fraccionan la unidad nacional, mientras los de más allá indisciplinan al ejército, mientras todos cometen tropelías sin número, los carlistas avanzan hacia Bilbao, el baluarte de la libertad; avanzan hacia Logroño, el asilo del héroe de nuestra epopeya de la guerra civil; perturban a Cataluña, tierra de la República; y nosotros, generación infortunada, que hemos tenido nuestra cuna mecida en el oleaje sangriento de una guerra civil, vamos a tener por otra guerra civil deshonrado nuestro sepulcro».
El sr. Castelar, como se ve, practicaba una elocuencia que le dio fama en su tiempo y manifestó su españolismo de una manera que, ahora, podrá parecer trasnochada, «patriotera», pero que a muchos seguirá emocionando, como a aquellas Cortes que le aplaudieron:
«¿Qué queréis que diga el pueblo español de un partido que aparenta desmembrarle, que aparenta romperle en mil pedazos, que aparenta destruir esta unidad que llevamos en nuestros huesos y en nuestras venas, que sentimos desde Asia hasta América, esta unidad que nos hace decir en el extranjero: soy español, con el mismo orgullo con que decía el romano civis romanus sum».
«Yo quiero ser español, y sólo español (…) quiero ser de toda esta tierra, que aún me parece estrecha, sí; de toda esta tierra tendida entre los riscos de los montes Pirineos y las olas del gaditano mar; de toda esta tierra ungida, santificada por las lágrimas que le costara a mi madre mi existencia; de toda esta tierra redimida, rescatada del extranjero y de sus codicias por el heroísmo y el martirio de nuestros inmortales abuelos. Y tenedlo entendido de ahora para siempre: yo amo con exaltación a mi patria, y antes que a la libertad, antes que a la República, antes que a la federación, antes que a la democracia, pertenezco a mi idolatrada España (Frenéticos aplausos)».

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