En el escaparate de la Oficina de Turismo vi un cartel con el título «No estés solo en Navidad», y me hice con el formulario de Servicios Sociales que, con suerte, me enviaría 4 noches a un hotel de 4 estrellas durante las Navidades. Así que rellené el formulario, pensando que no volvería a saber más del asunto. Una semana antes de Navidad, me dejaron un mensaje en el contestador, todo en español: me lo habían concedido. De esta manera, el 23 de diciembre a las 8:30 h. de la mañana comenzó mi aventura rumbo a Gandía. Estaba entusiasmada con la expectativa de conocer a personas en mi misma situación: solas. Al subir al autobús, busqué alguna cara familiar, y sí, había una: K.G. En la parada, me senté con él en el bar y me contó que había perdido a su mujer en agosto y que aún se estaba recuperando. Cuatro horas después, llegamos al «Gandía Palace», pero, previamente, me habían dado una habitación a compartir con una perfecta desconocida. Cuando llegamos a la habitación, mi «compañera» inmediatamente escogió la cama junto a la ventana. Al levantarse al día siguiente, fue al aseo, se dio un baño y desapareció durante 20 minutos (¡por suerte no me dio uno de mis ataques!). En otro momento del día, en el que me encontraba sola en la habitación, me senté a leer en el sillón junto a la ventana, con las cortinas descorridas y la puerta del patio ligeramente abierta. Ella llegó y me mandó cerrar la puerta y correr las cortinas. En mi imperfecto español, le dije: «Esta habitación es para dos personas, no una». A esto me respondió con una retahíla en español, acompañada de gestos con los que me indicaba que en la parte donde estaba mi cama, era todo mío, y donde estaba la suya, era suyo, lo que incluía el sillón, la mesa y la silla, la tele, las puertas del patio y las cortinas. Fui a hablar con la guía para preguntar si era posible cambiar de habitación. Me explicó que había una señora alemana sola pero que ese día iba a llegar otra señora que se instalaría con ella. Los ojos se me iluminaron. «Quizá podría ir yo con ella y que la otra señora venga a mi habitación», le dije. «No», me respondió, «la señora alemana ha dejado claro que no quiere compartir con nadie».
Otra cuestión era el comedor, un buen buffet que poco a poco se volvió peor (el día de Navidad comí 4 calamares y 2 palitos de pescado). Me señalaron una mesa para uno y me dijeron: «ésa es tu mesa». En todas las comidas posteriores, llegaban dos hombres que me decían que siempre había sido suya. Parafraseando una canción de un tipo que se hacía llamar Napoleón XIV: «¡Ayuda! Vienen a llevarme».
En principio, la idea es estupenda, pero la mayoría de los españoles se conocían, y cuando se estaban dando las habitaciones, quedó claro que al menos la mitad del autobús de Torrevieja tenía relación. Inocentemente, creía que todos los que viajaban irían solos y que cuidarían de nosotros atentamente.
Conocí a una señora inglesa que vive en Calpe, a quien emparejaron con una señora española que habla inglés fluido (muy afortunada). Nosotros los británicos éramos 3 entre unos 400. En la cola de la puerta del restaurante, aquello era sálvese quien pueda; tengo cicatrices que pueden probarlo. Otro día tuvimos la visita del presidente del PP, no sé si de Alicante o Valencia. Nos dijeron que llegaría sobre las 11, así que nos sentamos en una sala con vino, refrescos y el típico picoteo, esperando durante una hora. Finalmente, pensé que llegaría, se pondría a hablar y hablar, yo no entendería nada, y todo por una copa de vino, así que me retiré al bar. Cuando llegó, nos deseó a todos feliz Navidad y se fue.
El día después de Navidad, volví a mi habitación después de comer, así que durante una hora larga ni rastro de mi «compañera». Pensé en darme un baño y, para cuando salí, había puesto la tele con el volumen alto, había escondido el mando y se había quedado durmiendo, de lo que daban fe sus ronquidos en escala de Richter. Me puse a leer pero era muy difícil con la tele alta y en español. Así que me levanté y la desconecté con el botón principal… ¡Muy valiente por mi parte! Mi «compañera» se puso hecha una furia, me echó una bronca en español, y encendió la tele de nuevo, agarrando el mando (recordemos que la tele estaba en su lado de la habitación).
Para rematar estas vacaciones, tuve el viaje de vuelta más angustioso. K.G. había estado esperando una hora al autobús, a la intemperie, para poder coger un asiento en la parte delantera. Los asientos no estaban asignados y bastantes españoles se habían cambiado. Nos sentamos uno a cada lado del pasillo, con tres filas de diferencia, y llegó un grupo de 10 españoles que nos agredió verbal y físicamente. Yo me cambié. K.G., que tiene 89 años, intentó mantenerse firme, pero finalmente no pudo resistirse. De hecho, estaba llorando, contándome lo asustado que se había sentido. Su razón para querer sentarse cerca de la puerta es la situación en que había quedado tras su estancia en un campo de prisioneros de guerra. Estos católicos de pro, que habían disfrutado de vacaciones gratis, son las personas más egoístas que he conocido.
Sé que debería tener un español más fluido, pero puedo decir: «Gracias por mi Navidad, creo que a partir de ahora preferiré ESTAR SOLA». He pasado por descubrir que soy adoptada, dos divorcios y la pérdida de mi madre; pese a todo, éstas han sido las Navidades más desagradables de mi vida.
M.P.
Torreblanca
Torrevieja
Es trágico lo que ha padecido la señora, conosco a muchas así, todas españolas.Aunque no lo quieran aceptar muchos, eso se llama «xenofobia», aparte de su apellido «egoismo». No es justo, somos conciudadanos,deberíamos estar pasíficamente unidos, esto no lo pagas tú, ni lo pago yo,deberíamos agradecerlo disfrutándolo juntos. No se amilane sñra., vuelva a disfrutar cuando tenga la oportunidad y no se deje avasallar.