Me llama la atención ver cuánto proliferan las piscinas comunitarias en una localidad como la nuestra, tan generosa en playas y paradójicamente precaria en este bien natural e indispensable como es el AGUA.
Concedo que, cuando están cuidadas, las piscinas son sugestivas, atractivas; una garantía de ocio que los más jóvenes saben explotar muy bien, pero su faz oculta es menos diáfana porque, hoy en día, las piscinas comunitarias constituyen uno de los principales focos de discordia vecinal. Los motivos, todos los conocemos:
– Se precisa de un socorrista en los meses de temporada. Esto implica adoptar un seguro de responsabilidad civil que actualmente supera los 200’24 euros al año. Añadamos las numerosas averías del generador -809’12 euros anuales-, duchas, azulejos…
– Nosotros tenemos una zona verde, y un jardinero, que por podar seis palmeras, una hilera de arizónicas y dos olivos, cobra 360 euros; ello sin contar con las reparaciones de los aspersores -155’16 euros-, más el mantenimiento de la urbanización: 5.772 euros al año. Resumiendo: pagamos 90 euros trimestrales, más aparte los «extras» que se le quieran añadir (60’10 euros mínimo). Somos un residencial de 82 viviendas en el que la mayoría de vecinos no reside de modo fijo.
– Todo lo relatado es un detonante en las mermadas economías familiares, porque no debemos olvidar que la cuota sube 20 euros por trimestre cada año.
Muchas personas no pueden hacer uso de estas piscinas; sin embargo, pagan íntegramente sus cuotas porque la ley horizontal señala que es un deber acatar las decisiones de la mayoría. ¿Cabe preguntar dónde quedan los derechos de las minorías? Maite es una de estos 82 vecinos. Padece una poliartritis desde los 48 años y las prescripciones médicas son contundentes: «no puede bañarse en piscinas cuya temperatura no alcance los 36º C». Cuando adquirió su vivienda, el promotor no le informó de que el plan de la urbanización contemplaba la construcción de esta instalación. Sus vecinos nunca la han visto en el recinto, a nadie parece interesar el por qué.
María -una chica de la urbanización- padece otitis; no quiere discutir con los forofos de las zambullidas suicidas o ser el blanco de algún balonazo totipotente.
¿No creen ustedes que sería justo que, si hemos de racionalizar al máximo los espacios de nuestras ciudades porque cada vez somos más personas y requerimos de más servicios, la sensatez reclama crear y conservar nuestros entornos verdes y suprimir la masiva presencia de piscinas comunitarias innecesarias? Sólidos argumentos parecen avalar esta opción:
Primero, en la localidad tenemos el parque acuático y un espléndido Palacio de Deportes, que alberga en su interior una piscina olímpica y monitores.
Segundo, nuestros parques y alamedas son zonas de recreo naturales aptas para todos: niños, jóvenes, ancianos, válidos y minusválidos. Además, son un pulmón de oxígeno en el seno de esta gran molicie artificial de acero y hormigón gris que son nuestras ciudades, cada vez más hacinadas; un foco de atracción de lluvias en una era que es catalogada por los principales movimientos ecologistas como «de la desertización», término que se aplica a la reducción de los recursos potenciales de las tierras en zonas secas a causa principalmente del impacto humano. En todo el mundo están afectadas cerca de 3.590 millones de Ha, es decir, 35’9 kilómetros cuadrados. Las zonas más degradadas son las tierras empleadas para el pastoreo. Se trata de un concepto vinculado estrechamente a este otro: cambio climático.
MJRB
Dejar una contestacion