«¡Papi, que te “resbaladicis”!»

Cándido estaba haciendo las milicias en el Cuartel de la Remonta (C/ Blanco Argibay de Madrid), en caballería. Llevaba tres años, y entró de asistente con el capitán, que tenía un hijo pequeñito. Observó cómo el recluta le hacía «gracias» al nene, que sonreía haciendo pedorretas, así que lo cogió de asistente para que ayudara a su mujer a criar al niño y en las tareas domésticas. Cándido estaba encantado, pues la casa de su superior era para él como la suya propia y la señora capitana, Doña Mercedes como una madre para el pobre soldado, que lo trataba con total afecto y agradecimiento al ver al niño feliz. Ese trato de favor, el confort, buena comida y demás privilegios, hicieron que se volviera ufano y esponjado como un pavo real. Unos días antes de Semana Santa, su jefe le dio un mes de permiso y le pagó el viaje hasta Antequera. Avisó el muchacho por carta a sus padres, pero llegó él antes que la misiva. Por suerte, encontró a un amigo del pueblo que llevaba el carro lleno de carbón, y allí se subió. La madre, al verlo, lanzó un grito que hizo dar un respingo a la abuela. El joven, al reparar en ella, dijo: «Mami, ¿quién es esa ancianita que descansa junto al fuego?». «¡Hijo mío, es tu abuela!». «Sin duda, no había nacido cuando yo me fui a la mili». Pero su abuela, al ver lo repipi que se había vuelto, exclamó: «¡Y yo no sabía que tenía un nieto tan gilip…!». Al preguntar por el padre, su madre le dijo que estaba en el cerro guardando las cabras. Allí se dirigió el soldado. El padre, al verle, empezó a saltar por las peñas. «¡¡Papi, papi, que te “resbaladicis”!!». «No, hijo», gritaba el cabrero, «no me resbalacatucho». Luego, en el corral, subiéndose en el lomo de la guarra, le decía: «¡Burri, burri, que te corro las espuelas!». El padre pensaba: «si todos los locos están en el manicomio, ¿qué hace éste aquí? ¡¡Vaya cruz que me ha caído!!».

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