En torno a la mesa estaban sus otros hermanos, abuelos, tíos, primos y algún que otro vecino, pues el padre, en su inocencia, les había dicho en secreto que vinieran a ver cómo cortaba el pavo un hombre inteligente, y no un cafre como era él o el resto del vecindario; así que todos asistían expectantes al mágico momento en el que el padre diera los cubiertos para hacer la incisión en el asado. Aparece la madre, ayudada por un primo, y coloca la llanda en medio de la mesa, extendiéndose el aroma por la estancia. Bendice el padre la mesa para, a continuación, ofrecer los cubiertos a Gabino: «Toma, hijo: haz los honores y reparte este manjar de forma equitativa». Coge el muchacho los «bártulos» y con ellos en alto pide que le acerquen los platos. Mira al pavo, a sus padres, a los presentes, y de nuevo al asado, como si quisiera medirlo. Hace un corte en el cuello y otro en el trasero, diciendo: «¡Cabeza a ‘pae’, cola a ‘mae’ y cuerpo para el niño!». El padre, con un cabreo del demonio, exclama: «¡¡Hijo p…; desde mañana a arar!!». Los que estaban allí se mondaban de risa. «¡Vaya con el estudiante!», decían, «¡No tiene un pelo de tonto!». Lo que sí es cierto es que acabó la carrera, y su familia, desprendiéndose una vez más de ganado y algún trozo de tierra, le puso un bufete en la C/ Estepa, la más principal de Antequera. Desde el primer día le «llovía» el trabajo, hasta el punto que tuvieron los padres que irse a vivir con él, dejando la hacienda de los otros hermanos, y que la madre se encargara de hacer buenas comidas, ya que Gabino, con tanto ajetreo, se había quedado muy delgado. A veces, el noble abogado ayudaba económicamente a los más jóvenes cuando las cosechas no eran propicias. El padre le daba cachetes en la espalda: «¡¡Con que cabeza a ‘pae’…!! ¡¡Hijo mío, estamos muy orgullosos de ti, tu madre y yo!!».
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