De luz y de fuego

Les anunciaba la llegada de la Semana Santa de la mano de la primavera, pero a ésta no le da la venia este invierno mediocre que todavía está dando coletazos de mala uva y barriendo la península; desde allí, desde el norte, con un encono violento de frío lluvia y nieve, dibujando tragedia de ríos desbordados que llenan embalses hasta el copete y que han de ser aliviados abriendo compuertas para que no «exploten». Mientras, nuestro levante sediento mira con rabia cómo esos inmensos caudales no son aprovechados por ninguno. Eso sí, nuestra monstruosa desaladora (vaya caramelo), será la mayor de Europa, mientras esos espíritus insignes que son los políticos catalanes ralentizan las obras de las suyas y requieren abastecimiento con cisternas desde Almería, y algún trasvase que otro desde los ríos pirenaicos y hasta del Ebro, que ya estará «gordísimo», como suele ponerse, y con niveles rasantes a las aldeas caminos y carreteras. Con su pan se lo coman, como bien decían aquellos viejos de antaño.
Pero la Semana Santa de España, esa semana de luz y de fuego, ya lo creo que ha venido. Vaya si la hemos disfrutado desde dentro y en las afueras. Si ya Sáenz de Buruaga nos emocionó profundamente con su pregón tan humano y sincero como requiere la ocasión (no siempre es así), de frente y por derecho ante ese Cristo inmolado por todos, los de antes y los de ahora, y los que vengan, días después hemos tenido ocasión de disfrutar con nuestros actos cuaresmales, sí, disfrutar, compartiendo celebraciones rituales de ese Triduo Pascual que pone fin al tiempo de Cuaresma con su enorme carga de emotividad que se arraiga en una fe de siglos. Y también con ese fervor popular que inunda nuestros templos y nuestras calles y plazas con el intenso colorido de mantos, túnicas y estandartes, y la sublime expresión plástica de orfebres e imagineros. Y marchas procesionales, y saetas que regalan al oído y aprietan un poquito el corazón. Desde siglos acá lo estamos haciendo y a eso se le llama tradición. Bendita tradición que configura unas señas de identidad de un pueblo, de una nación, difíciles de borrar.
Sí,  fuego y luz, luz y fuego. Simbolismos extraordinarios  para nosotros los bautizados.
Evoquemos la conversación de los caminantes de Emaús cuando recordaban el fuego que irradiaba de las palabras de Cristo resucitado. Y su luz de la verdad que ha de ser antorcha de nuestro testimonio.

JortizrochE

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