La mentira es uno de los principales pecados contra los mandamientos de la Ley de Dios, pero quizá para los «muy practicantes» con ir luego a confesarse queda todo zanjado.
Y es que si, como a Pinocho, a los humanos nos creciera la nariz cada vez que mentimos, nos llevaríamos muchas sorpresas.
Se dice que la mentira, si es piadosa, puede tener atenuante, pero que las peores son aquellas que se utilizan para medrar, para obtener beneficios personales a cambio. Si, además, se intenta dejar mal a quien confió en nosotros cuando nadie lo hacía, dándonos la oportunidad de ocupar un bonito lugar del que se han sacado muy buenos rendimientos y con quien, además, no has tenido nunca ningún problema, se llama traición.
Hubo una vez una «querida amiga» (como algunos comienzan sus cartas) que nos decía que en esta vida hay que desconfiar de la gente que te da una imagen demasiado afectuosa siempre, porque suele resultar todo falso. Ella decía algo así como que era «demasiado endulzado para ser honrado», y que tarde o temprano daría su verdadera cara.
Pero, cuando se han pasado casi cuatro años trabajando con una persona, siguiendo una misma línea de comportamiento, sin tener ningún problema, y cuando surge una divergencia con alguien de fuera -más poderoso-, ves que aquella en quien confiabas, de pronto se da la vuelta y sin mediar palabra, como Bruto a Julio César, te clava su puñal, contando después falsedades, te quedas tan aterrado como él, diciendo: «tú también…».
Queda una amarga sensación de traición injustificada. Piensas: ¿Cuándo fue auténtico, durante todo ese tiempo, o ahora?». Pero te queda la conciencia tranquila, que quizá otros no puedan tener. Y la seguridad y confianza de que, como enseñan en la catequesis, Dios, que todo lo ve, juzgará y pondrá a cada cual en su sitio.
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