Por septiembre tuvimos que ir a Cuevas Bajas a ayudar a la familia política de mi hermana, Dolores, a recoger las uvas, y yo, como siempre, me apunté al viaje. Subida en la mula, delante de mi hermana, y mi cuñado detrás en la otra, salimos bien temprano y, allá hacia las cinco de la tarde llegamos al pueblo. Esa noche ponían en el cinema una «peli» de Antonio Molina. A mí se me antojó comer cacahuetes y Francisco, mi cuñado, me compró un cucurucho que posiblemente tenía 1 kg. Como eran golosinas que en casa no las podía comer porque éramos muchos y no nos podían dar caprichos, me puse a comer y a comer. Mi hermana decía que me caerían mal, pero Frasco me defendía: «¡Déjala, pobre criatura!». Al día siguiente, en el viñedo, también me puse «morada» de uvas. A media noche, me desperté con un tremendo cólico y dolores abdominales insoportables. Me levanté a oscuras y, tanteando, di con el cerrojo de la puerta del patio, pero estaba tan duro que no pude acceder al corral. Como las tripas me «urgían» a evacuarlas, encontré una especie de cubo y allí me vacié. Luego, agarré un trozo de trapo, limpiándome. Por la mañana se armó la «marimorena». Resulta que había utilizado la hornilla de guisar a modo de excusado y el trapo resultó ser un paño de cocina. Por si faltaba poco, y ante la regañina y el sofoco, subí al piso de arriba, donde dormía mi hermana con sus cuñadas. Al ver que tenía la cara blanquecina, se alarmó; «¿Qué te pasa?», me dijo. «¡Niña!», exclamé, «¡Estoy muy malita! Vacié el estomago sobre la colcha de ganchillo». Las 2 semanas que estuvimos allí, me tuvo su cuñada Ángeles vigilada por si la volvía a liar. Al irnos, se dirigió a mí en tono desabrigado: «¡Espero no volver a verte por aquí, glotona!». Durante muchos años me persiguió la vergüenza que pasé.
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