Caía un sol de justicia y los segadores doblaban sus lomos sobre las hoces. Hacían un manojo y, con los hiscales o tomizas que llevaban prendidos en la cintura, ataban las mieses. Los hombres, sobre el carro, bieldo en mano, sudaban lo suyo aprisionando las gavillas para que cupieran más: luego, las transportaban a la era para ser trilladas. De pronto, a mi tía S.R. le dio un retortijón de tripas y, adelantándose al tajo, se agachó sobre el sembrado para evacuar. Al hacer tanta calor, las mujeres llevaban un pantalón y dos o tres faldas, para preservarse de los rayos del sol, de manera que los excrementos, quedaban escondidos entre los ropajes. Ella, que creyó que era un lagarto que se había introducido en las faldas, empezó a dar gritos y saltos, haciendo que acudieran todos a socorrerla: ¡Cuál no sería la extrañeza de los presentes, cuando vieron que, en uno de aquellos pingos, salió disparado en el aire el excremento o «sorrullo», como dicen por allí; describió un arco yendo a parar a la cabeza de un calvo, que se había quitado el sombrero en ese momento, para secarse el sudor con un antiguo pañuelo, que se llamaba «de yerbas». La guasa que se montó fue floja: allí reían todos, a mandíbula batiente y, tomando del brazo a los dos protagonistas del suceso, los echaron al arroyo, para que lavaran sus inmundicias. El hecho fue tan comentado que, desde ese día, a mi tía la apodaron «la lagarta marrón», y al calvo «malos pelos». Ante lo que piense la gente, allí nadie se enfado ni se sintió ofendido, porque en algunos tiempos todo el mundo se gastaba bromas, ya que era la única forma de divertirse. No había radio, tele ni ningún medio informativo en los pequeños anejos de las grandes ciudades. La gente exclamaba: ¡¡Jamás hemos visto un lagarto marrón!!
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