¡Árido corazón!

Al fondo de la alameda se veía un puntito que avanzaba. Parecía un ángel alado que se abriera camino en los albores de la amanecida. ¡Era Merceditas! Aquella chiquilla enclenque, de pálida tez, con manos huesudas, en las que destacaban azuladas venas que se ramificaban por el dorso y los brazos. Su pobre indumentaria (siempre la misma, en invierno o verano) era una faldilla de franela, una rebeca descolorida, en tonos beige, y alpargatas de lona, rotas por la puntera. El pelo, lacio, recogido en coleta y su inseparable cesta de mimbre al brazo. Era la mayor de 7 hermanos. El padre, Guardia Civil, y con el sueldo que le daba el Estado, y al no tener ayuda de su mujer, que bastante tenía con cuidar de tan extensa prole, había que hacer malabarismos para llegar a fin de mes, que lo empezaban debiendo dinero en la tienda de comestibles, el carbón… La luz se la cortaban y, hasta reponerse, debían alumbrarse con velas. Por eso, Merceditas acudía, cada mañana, a pedir limosna a su tía, ama de llaves de una gran casa, para que la socorriera. La tía (sin hijos) tenía el corazón árido y negro como una vieja serpiente y siempre denegaba con la cabeza, diciendo que no iba a robar a sus señores para que su hermano y cuñada (tan promiscuos) siguieran agrandando la familia a costa de ella, y ya más enérgica, le espetaba: «¡Dile a tus padres que no escriban tanto a la cigüeña y ahorren!». Merceditas agachaba la cabeza y, con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas, salía por la fachada posterior del cortijo, de nuevo a la alameda. Junto al portón del molino la esperaba mi madre, con una talega llena de comida: a veces eran garbanzos y tocino, para hacer un cocido pobre, otras, judías blancas y chorizo, lentejas y aceite de oliva… pero, sobre todo, no faltaba un pan de kilo, de esos que llamaban de «cantos».

Continuará…

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