¡Mi alma grita en silencio!

Me dices que sonría… ¿¡para qué!? Mi sonrisa triste te la debo a ti: a ti, que me amargas la vida, me fiscalizas sin dejarme ser yo. ¡Ya ves que tengo el alma libre, sin trabas ni ataduras, que veo de la vida los colores, la calidez en el amor de un niño, la belleza de las flores, la fidelidad en los animales, el susurro del viento o el murmullo de un río, las nubes caprichosas, la majestad pétrea de las montañas y la insondable profundidad abisal del fondo de los mares! Adoro, añorándolas, las tibias manos de mi madre al arrullarme: su voz tierna cantándome la nana… Aquí el alma se diluye, porque el amor de una madre es único. Jamás se siente el hombre tan protegido, seguro y feliz que en el seno materno y en los días de su infancia. Luego, la vida te hace endurecerte, tener insensible el corazón. Cuando ves que pierdes la «partida», te decantas por el pasotismo, llegando un momento en que pasas de todo y se te da una higa de opinión ajena, y es que, a fuerza de tener contrariedades, te vuelves misántropo. En los años jóvenes, tienes que aguantar a un marido que coge una borrachera tras otra; en la madurez, que se líe con la primera p… que se le ponga por delante y tú, a aguantar los «machos» si quieres que tu familia funcione. Luego, en la vejez, su positivismo por el dinero y su forma de reclamarte cualquier euro gastado en un capricho. Total, ¿para qué?, si, como dice el refrán, «a los 90, todos calvos y sin dientes». En esta vida hay que dejar buena cosecha el día que faltemos, pero si es cizaña lo que sembramos, eso recogeremos, y… no valen los lamentos: tan sólo hay que analizarse y decir: ¿en qué he fallado? En la mayoría de las ocasiones, somos el aparejo del que cuelgan nuestros errores. El daño ocasionado repercute negativamente en nosotros mismos. ¿Vale la pena sonreír, entonces?

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