Igor Stravinsky (1882-1971)
Ha sido a través de la gran jornada del certamen juvenil de canciones y habaneras, organizado a finales de abril, cuando, durante los intervalos, creí entender la interrelación que existe entre los compases de la música y los espacios dedicados al silencio, que rara vez resulta total. Los Amics Cantors se llevaron no sólo el premio, sino el mérito de una crónica de sonidos acompasados.
El resto no será más que el resultado de rumiar sus posibles conexiones y no he tardado en topar con un dicho que me ha aproximado a mis sentimientos sobre los sonidos de la armonía como espacios para pensar, si es verdad lo que confesara Oscar Wilde, que «cuanto menos te preguntes en qué consiste la música, más cerca estarás de ella». Y hubo que barajar entre recuerdos y sensaciones para aclarar los sentimientos que se me imponían de aquellos sonidos que resonaban entre los muros del auditorio del Nuevo Teatro y mis oídos resultaban tanto más poderosos cuanto venían entrelazados por las palabras mágicas de las canciones. Porque todo parecía esfumarse entre los pentagramas que las hacían reverberar.
A Igor Stravinsky, ruso de nacimiento pero que nos pertenece a todos y a quien tocó vivir los años intercalados por cambios generacionales, le molestaba que le hubieran proyectado su obra hacia la música de un futuro todavía inexistente. «Yo sólo compongo para el ahora», implicando que intercalaba entre sus compases lo que acontecía a nivel de cada instante, y es célebre su frase: «El ritmo de la música es incapaz de expresar nada por sí mismo»; en 1913 ya lo había explicitado en su ballet «La Consagración de la Primavera», pues sólo sale a flote la inesperada integración de la música en la naturaleza y en el tiempo que causaría inquietud entre sus coetáneos durante las primeras representaciones.
Porque, si de algo es capaz de llevar a efecto la música, es de hacernos encontrar a nosotros mismos entre la barahúnda de infinidad de recuerdos todavía sin asumir, pero que se estabilizan con el transcurrir acompasado de unas notas, que más que sonidos son los tiempos de la memoria sutilmente archivados a través de las experiencias. Y aquí se multiplican las opiniones al efecto, las que nos harán caer en la cuenta de cuánto dependemos de los sonidos, sobre todo de aquellos que se nos gravaron de pequeños, y cuanto menos te preguntes en qué consisten, más cerca estarás de tus propias vivencias, rememorando nuestras primeras impresiones cuando convergen en pentagramas. Sólo de esta manera cobra sentido que dependamos tan directamente del ámbito de los sonidos.
HECHOS Y DICHOS
La música no es más que el pensar con sonidos. Jules Cambarieu
ANÓNIMO
La Matemática es para la mente lo que la Música para los recuerdos.
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