¡Que hablen ellos!

«…era pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría que era de algodón, que no tenía huesos. Sólo los espejos azabache de sus ojos duros, cual dos escarabajos de cristal negro…»
Así empieza esa obra sublime de Juan Ramón Jiménez, «Platero y yo». No es prosa, no es verso. Es… como una melodía llena de ternura, de higos destilando miel, de amapolas, de un hombre grande, desgarbado, que recorre las calles de Palos de Moguer montado sobre el frágil lomo de esa miniatura asnina, y cuyas piernas arrastran hasta dejar surcos en el suelo. Pero la huella honda, profunda, la deja en nuestra alma, que se remonta, cual gaviota errante, al pasado, para vivir la bella narración del escritor y su jumento.
Hay personajes maravillosos que, a lo largo de la historia literaria, nos han dejado una colección de relatos extraordinarios. Rabindranath Tagore, aparte de escritor, también plasmó bellos poemas, algunos profundos y sencillos, como el dedicado a Dios: «Fue tu voluntad hacerme infinito / Este frágil vaso mío, tú lo derramaste una y otra vez / y lo vuelves a llenar con nueva vida / Has llevado más valles y colinas y esta flautilla de cañas, que has silbado en ella melodías y eternas nuevas». Dicen que el mayor órgano sexual es el del cerebro, que analiza, se extasía y corrige todos los procesos que anidan en sus células.
Nunca aprendemos de los errores y ello no impide lograr el éxito, por eso, a veces, hay que emular a los clásicos, porque no se nos ocurre algo mejor que copiar trozos de ellos. No es plagio, sino una especie de homenaje o de admiración. Por eso, «La familia de Pascual Duarte», de Cela; «El coronel no tiene quien le escriba», de García Márquez; o «La Madre», de Pearl S. Buck, me impactaron en su día, lo mismo que «Rebeca» de Daphne du Maurier.
Hoy, mi pluma está muda y ha guardado silencio para que hablen ellos, que, al fin y al cabo, son mis invitados.

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