Gandinga

Un día, sin saber cómo, apareció Gandinga en mi casa. Aquella presencia tenía algo de singular, pues nadie se explica que aquel hombre de color hubiese llegado a mi tierra desde Guinea. Luego, explicaría que se subió en un barco de polizón, sin saber ni el rumbo, sólo con la idea de abrirse a nuevos horizontes y ganar lo suficiente para mantener a su familia; tres esposas y once hijos (ahí es nada). Gandinga amaba a los niños, quizá por la añoranza de tener a los suyos tan lejos. Él era alto, fuerte, con una sólida cabeza sobre un cuello toroso, pero eran sus ojos, negros como el carbunclo, los que conquistaban a la gente y, añadiendo su sonrisa, se le metía en el bolsillo. A mí, siempre tan fantasiosa, me llegó a enamorar, como esos niños que se chiflan por el profe o su médico. Creo que fue mi primer enamoramiento infantil de cinco años, pero eso duró poco, porque, cuando consiguió traer a una de sus mujeres y tres hijos, mi atención se concentró en ellos y, tanto Hamed, Ali como Katinga, se hicieron íntimos amigos míos. Luego, en el verano, cuando venían los «señoritos», para ellos era muy emotivo codearse con aquellos preciosos negritos, y se sentían protectores de ellos regalándoles sus ropas o los juguetes que ya no querían. Aquella amistad artificial no era como la nuestra, tan sincera que, aún hoy, que ya somos mayores, algunos con hijos y nietos, perdura. Seguimos en contacto, ellos en Barcelona y yo aquí; otros, en su tierra guineana.

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