Se habian reunido las dos familias para la pedida de mano de la novia; para ello, celebraban un banquete en casa de ella. Serian más de 50 personas, entre primos, tíos, hermanos y algún que otro amigo íntimo. En medio de la celebración se acabó el vino, y la novia tomó un jarro y bajó al sótano a llenarlo de la barrica, pero, al ir a abrir la espita, reparó en que, sobre su cabeza, había, cual espada de Damocles, un hacha sujeta entre dos alcayatas. De pronto, su pensamiento se puso en marcha: «Mira que, cuando me case, tenga un hijo y éste, al llegar a los 7 años, baja a por vino y le cae el hacha en la cabeza y me lo mata… ¡No quiero ni pensarlo!». Se sentó en el suelo y empezó a llorar. Viendo que tardaba en subir, dijo la madre a su marido: «Baja a ver qué le pasa a la niña, que no viene con el vino». Bajó el padre y, al contarle la hija lo que pensaba, también el hombre se puso a llorar con ella. Los de arriba estaban extrañados, así que bajó un hermano de la chica, obrando como ellos: luego fue el otro y los tíos, primos, cuñados, vecinos… todos, quedando solo el novio, sentado, esperando. Al rato, ya «escamado», bajó también él al sótano y se encontró con un panorama que daba pena: las 50 personas sentadas en el suelo, abrazadas, llorando a moco tendido: otras, de pie, pegadas a la pared fronteriza, mirando con espanto el hacha, que, ajena al absurdo revuelo, permanecía inmutable, sostenida por la cuerda y descansando sobre las alcayatas. Al inquirir el motivo de aquella llantina colectiva, la novia se lo explicó. Se subió el novio en una banqueta y tomando el hacha en las manos la depositó en el suelo. «Ya está», dijo. «¿Veis qué fáciles son las cosas cuando se piensan? No me extraña que en el pueblo os llamen «los listillos», porque sois una lumbrera. Mira, Juanilla la lista, quédate con tu inteligente familia, que yo, desde este momento, prefiero vivir entre los «tontos»».
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