…no los encoja». Eso fue lo que dijo mi abuelo, cuando yo llegué, llorando a moco tendido, como una magdalena, porque con la piedra de la honda le partí la pata a un cerdito. Creo que nunca en la vida me sentí tan mal como en aquella ocasión, pero siempre se ha dicho: «No hay mal que por bien no venga». Algo así le pasó al guarrillo, ya que mi hermano, Ramón, se acercó al cañaveral que había junto a los arroyos, cortó una caña, midió la longitud de la patita, preparó los trocitos de caña con esa medida y se la entablilló. El animal siguió careando con el resto de la manada, como si nada, pero yo me sentía morir, al haberle hecho daño, sin querer. Al ver mi desconsuelo, mi padre decidió que el animal no fuera a los pastos y yo lo cuidara. Bueno, aquello fue una gozada para el bicho y para mí. Empecé a malcriarlo dándole trozos de mi bocadillo, alguna que otra galleta, tomate, papas… Tanto se aficionó a las golosinas que no quería el moyuelo; tenía que dárselo yo en un cuenco aparte de los demás cerdos.
Durante los 3 meses del verano, a aquel animalillo se le apareció la Virgen conmigo. Lo negativo fue cuando en octubre tuve que volver al convento; los estudios me tenían tan entretenida, que olvidaba la vida rural. No recuerdo bien el fin que tuvo el pobre bicho, si fue vendido, junto a otros, en lotes para el ejército de Ronda, o si lo castraron para dejarlo de «guarro cebón» para la matanza. Han pasado tantos años que, a veces, la memoria me juega malas pasadas. Lo que sí sé es que, a causa de ese percance, se acrecentó mi amor por los animales. Mi madre nos enseñó, diciendo que ellos eran como hermanitos pequeños, a los que había que cuidar y querer.
No, si ya decía yo, que tu de pequeña debías ser un bicho. Mi padre diría de tí, que eres el bicho malo que pico al tren, imagina, jajaja