El día amaneció claro, con una luz radiante que besaba las colinas cercanas. Además, hacia Poniente, un hermoso arco iris iluminaba el cielo. Eran las 6 de la mañana y ya se notaba ese sofoco, precursor de un caluroso día. Los cerdos se mostraban nerviosos y los perros corrían como alocados. Mi hermano, Paco, que en sus «sentencias» había salido a mi abuelo, dijo: «Arco al Poniente, suelta la yunta y vente», lo que significaba, en su «idioma», que caería una gran tormenta. Nosotros empezamos a reír. «Pues sí que tiene pinta de eso, con el calor que hace», exclamó mi otro hermano, Ramón. Volvió Paco a mirar al frente. «A las 3 de la tarde hablaremos», repuso, serio como siempre. La mañana transcurrió como cada día: los animales paciendo en el campo y nosotros 3, junto al resto de porqueros, jugando al escondite entre los olivares, al pídola, pilla-pilla y chinitas. A la 1 vino Juan Díaz a traernos la comida y nos sugirió: «No descuidaros mucho con el ganado, que se aproxima una gran tormenta». Todas las miradas convergieron en el rostro de mi hermano, que, muy ufano, metió los pulgares entre los tirantes del pantalón y tosió.
Una nube negra y espesa apareció de repente. El latigazo surcó el espacio, seguido de un enorme trueno que hizo desmadrarse a los animales. Gotas gruesas de lluvia caían, como un huevo estrellado, abriéndose al caer al suelo. «Paco, quédate con la niña. Toma, mi pelliza. Yo voy a reunir el ganado, con los perros y los otros chicos». Se alejó Ramón a todo correr, dando silbidos, despojado de la pelliza. Arreció la lluvia de tal forma que entre las camadas de los olivos formaba torrentes.
Dejar una contestacion