«Arco al Poniente, suelta la yunta y vente» (II)

Los truenos y relámpagos se sucedían en cadena. Viendo cómo se ponían las cosas, Paco me puso la pelliza encima y se lanzó a los campos para ayudar, no sin antes decirme: «Si ves que el agua sube de nivel, trepa al olivo y espera hasta que vengamos a buscarte». Esperé como media hora, pero viendo que la noche llegaba, o al menos a mí me lo parecía, por lo oscuro que estaba, emprendí el camino hacia el cortijo tropezando, resbalando y cayendo en las rodadas de los carruajes. A veces, el ímpetu del agua me arrojaba de bruces en el lodo, pero me erguía, para continuar. La pelliza empapada era un lastre y tuve que dejarla en el camino para ir más ligera. El miedo y las lágrimas eran algo compacto que me hacía avanzar y luchar contra los elementos. En medio de mi desolación, aparecieron los gañanes, montados en los mulos, rumbo al cortijo. Juan Díaz venía en mi busca, pero no me veía, aunque gritaba mi nombre. Vio entre la cortina de agua mi lazo blanco en el pelo; llegó corriendo y, tomándome de la mano, me encaramó a lomos del caballo, tapándome con una manta. En casa, mi madre me bañó con agua calentita, me dio un tazón de leche y a la cama. No dejó de llover en 3 días y el nivel de las aguas fue subiendo. Hubo que hacer unos grandes boquetes en las paredes para que no se estancaran. Los animales fueron puestos a buen recaudo en las estancias superiores, pero a las vacas y caballos les llegaba el agua hasta el cuello y, en el patio de mulos, «el Rubio», un obrero, parecía flotar entre la riada, que fue sonada y peligrosa. Paco estaba que no cabía en el pellejo, por haber vaticinado lo que pasaría esa luminosa mañana. Esa tormenta marcó un hito en mi vida, y desde entonces he luchado como una leona y me he crecido en las adversidades.

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