Me solía recitar un consocio de pesares, cuando ambos vivíamos en London, lo que se había dicho sobre los infortunios, si bien ahora que pesan los años ya sólo quedan sus testimonios en la soledad.
De Pitágoras puedo decir que ha sido siempre uno de mis enganches favoritos, porque logró simplificarlo todo a través de los números como símbolos de lo que se repite a nuestro alrededor. Hijo de un marchante de vinos y democrático por antonomasia, no promocionaba sus academias en las «pólis» o ciudades independientes griegas que permitieran oligarquías corruptas, o el «caciquismo», pues destruyen lo que él denominaba «la hermandad pitagórica». Pero es que, según él, hasta la astronomía está regida por combinaciones numéricas, considerando igualmente que hay que saber contar no sólo las estrellas sino las lágrimas, sopesándolas según la frecuencia con que se derramen. De ellas diría Blaise Pascal: «Consolaos con poco, que con poco nos afligimos».
Se dice que, de niño, Pitágoras jugaba a contemplar los mechones que cortaban de su cabellera, que, para los helenos eran cuestión de pundonor, viendo en ellos alardes de alegría o de miseria, según los tonos que predominaran: «El alma sin armonía suele sentir la enfermedad de la tristeza», decía el pitagórico, para quien la amistad es el juego perfecto de quienes nos entristezcan o nos animen a continuar bregando: «Escribe en la arena movediza de la playa», mantenía el sabio griego, «las faltas de tus amigos, pero sin mencionar su repetición, para que la mar las elimine». Es sobre todo célebre por su teorema matemático: «Todo se puede reducir a números, que son la clave de lo que en realidad nos habrá ocurrido».
Según parece, fue creador de corporaciones secretas, pero su amistad fue universal y vio el mundo como un teatro de amarguras y dichas. Más tarde le seguiría William Shakespeare: «Lloramos al nacer por tener que entrar en este gran escenario de locos», hasta que la tristeza se transforme en la gran sonrisa de tantas formas de participar en la vida. Y nada mejor que una reflexión sobre la felicidad si la comparamos con la música, pues tiene su ritmo propio y su melodía, como pensaba Richard Wagner, quien se trevió a afirmar: «La dicha no está en las cosas, sino en nosotros mismos», aunque debemos aprender a compartirla con los demás, guardando las lágrimas para nuestros momentos de aislamiento, pues se convertirán en nuestras más preciadas gemas, aunque evitando que se solidifiquen, según aquel proverbio de antaño: Las lágrimas derramadas son amargas, pero lo serán aún más las que se queden dentro.
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