José Manuel Martínez Andreu
Todavía recuerdo cómo Jaime de Marichalar, padre del recién nacido Froilán, dijo ante los medios de comunicación, en un alarde de sinceridad: «tiene toda la cara de su madre, el pobre», refiriéndose a su vástago y, al parecer, al suyo, por lo feo que lo veía. La emoción le jugó una mala pasada a Don Jaime, pero es habitual que se atribuya al otro los defectos del primogénito. Cuántas veces se ha oído a padres enfadados, cuando un niño comete una travesura o no sigue las reglas establecidas, un lacónico e insultante: «tiene todas las cosas de tu madre», es decir, de la suegra, o un escueto y cabreado: «ha salido a ti», claro, en lo cafre. Evidentemente, la regla tiene su otra cara en el reverso de esta moneda común, como es cuando la progenie sale espabilada, lista o guapa, todos se aprestan, nos aprestamos, a deshacernos en elogios y atribuir esos encantos a nuestro linaje y salimos con un: «yo le veo todas las cosas de mi padre» o un «es igualico que mi abuela».
También en política se aplica este teorema. Cuando Aznar alumbró a su Mariano, todos en el PP le adivinaban rasgos de José María, del padre. Rajoy ha tenido que trabajar mucho remodelando su imagen para que su parecido indudable con Aznar se atenuara en la misma proporción y al mismo ritmo que aumentaba la antipatía al progenitor. Otros, como Zapatero, aunque vio la luz en un congreso, en un parto múltiple, tampoco se libró de quienes veían en él a otro Felipe González. ¡Hasta sus gestos con las manos en los mítines se los atribuían al padre Felipe! Ahora, en sus horas más bajas, en la agonía de su inmolación al Dios de los mercados, nadie le ve parecido con nadie. En el PSOE, reniegan de su filiación y huyen de él como si fuera un hijo no deseado o aún peor, piensan, ilegítimo.
Aplicando a escala local esta regla no escrita, podemos llegar a la conclusión que en el PP torrevejense todos son hijos del mismo padre, incluso Domingo Soler en la categoría de hijo repudiado. Cuando él, omnipotente padre de todo el PP, decidió que fuera Eduardo y no Joaquín el que heredara sus posesiones, eligió al que seguramente menos le parecía. ¿Un gesto de lucidez? ¿Un reconocimiento explícito de adivinar sus propios defectos en uno de ellos? Eduardo tiene una tarea difícil pero obligatoria: no parecerse a su progenitor, político, claro está. Si no lo hiciera (y lo hará, estoy seguro), su hermano, que tiene «todas las cosas de su padre», puede ocupar el trono que tanto ha deseado y que tanto ambiciona.
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