El tonto obediente

El abuelo había muerto y la familia tenía que acudir al sepelio, pero sólo tenían una burra grande. El matrimonio tuvo que dejar a su hija moza en la casa, con la sola compañía de un hermano tonto. La madre se fue muy preocupada; se encontraba entre la espada y la pared: por un lado, el deber de dar santa sepultura al padre, y del otro, tener que dejar a sus hijos solos, máxime que la chica tenía novio y no se fiaba nada de él, ni tampoco de ella, y mucho menos del tonto, al que llamó aparte, para aleccionarlo. «¡Hijo mío», le dijo, «te acuestas con tu hermana, y si se mete el novio con vosotros en la cama, le pones la mano a ella en el (imaginaos dónde) y por nada del mundo se la quites, o te mato cuando vuelva de enterrar al abuelo». Al anochecer parten los padres, muy galanos, sobre el lomo de la mula y los hermanos, luego de cenar, se acuestan juntos, pero al rato llega el novio y se mete en la cama, rápidamente el tonto le pone la mano a su hermana en el lugar indicado por la madre. Pasa el tiempo y, a los 5 meses, la madre nota que la niña está en estado. Ni qué decir tiene la bronca que le echó, el lío que se formó en la casa, el hablar con los consuegros para casarlos cuanto antes. Menudo escándalo: eran la comidilla del pueblo. A todo esto, la madre, aturrullada, llama al tonto y le grita: «¿No te dije que le pusieras la mano a tu hermana y no la quitaras por nada del mundo?». «¡Sí, madre; así lo hice, pero el novio me dijo: «¡Tonto, abre los dedos!»».

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