La depresión es algo tan serio y preocupante que da al traste con la vida de las personas y deja hecho polvo a quien rodea al enfermo. Hay que tener algo que nos ate a la vida, alguien por quien vivir y, desde luego, echarle un par de narices para salir airoso de ella. Recuerdo que tuve una época, allá por 1990, en que me pilló de lleno una especie de congoja y abatimiento, que me dejó indiferente a todo y sólo quería estar sola en casa con todo a oscuras. Consulté con una vidente, empezó a «recetarme» mejunjes, que empeoraron mi situación; que si un baño con pétalos de claveles blancos, frotarse el cuerpo con agua en la que se habían cocido 13 hojas de laurel, encender 3 velas blancas junto a la tina de baño… ¡Paparruchas y sacacuartos! Fui al médico de cabecera, sinceramente me dijo que todo estaba en la mente, que en el 90% de los casos se creaban fantasías en el cerebro y de un grano de arena se hacían montañas. Sus palabras finales fueron: «Sal de casa a pasear, ver escaparates e incluso cotillear, que es muy sano y te distrae, lo peor que puedes hacer es aislarte. Desengáñate, no hay nadie en este mundo que te puede curar si tú misma no haces nada por salir de ese pozo en el que estás hundida; tiene que haber algo que ames lo suficiente para seguir con los pies en la tierra». Aquello me hizo reflexionar: ¿A quién quiero más en este mundo? ¡A mí misma! Me conozco desde que nací y soy la única que no me traicionaría! ¿A quién amo más allá de las estrellas? ¡A Dios, mi Creador…!
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