La noche antes de salir para un largo viaje, con su amo y señor, Eufemia comióse todos los higos de la canasta. Sabía que entre la ida, estancia y vuelta, pasaría al menos un mes, por eso, ante el temor de que esa deliciosa fruta se estropeara, pensó la infeliz que estaba más segura dentro de su estómago que en la banasta. Se comió los muy maduros, los normales y los verderones, luego metió el cazo en la tinaja y por 2 veces se lo bebió lleno de agua fresquita, y… A dormir, que a las 5 ya estarían todos de pie para emprender el viaje. Iban tanto doncellas como palafreneros y secretarios del marqués. Éste acudía a la boda de Margarita, la hija mayor; además, la señora marquesa estaba ausente del hogar marital por 3 meses consecutivos, cuidando y preparando los fastos del enlace, ayudando con el ajuar y moblaje de la casa de los futuros esposos. Aquella abstinencia sexual tenía al marqués de mal humor e impaciente por poder abrazar a la madre de sus hijos. Sería cosa de las 10 de la mañana, cuando a Eufemia le dio el primer retortijón de tripas, al que siguieron varios, con fuerte ruido de ventosidades contenidas. Ante el temor de tener un desliz y se le escapara algún mal viento, se apeó del carruaje, alegando que necesitaba mover las piernas, pero, ¡ah!, no fue eso lo que se movió, sino que hubo de salir corriendo a ocultarse detrás de un grueso tronco de encina. Allí, con gran aparatosidad meteórica, expulsó los higos tan indigestos. El tufo llegó hasta la caravana: el marqués, con un pañuelo puesto en la nariz, exclamaba: «¿Dónde hay un arroyo? ¡En el primer charco de agua que veáis, arrojad a esta desventurada y hedionda criatura, que ha hecho de la encina su escusado particular!».
Kartaojal
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