El primer ataque de reúma le dio a F. con 5 años. Las viejas del lugar decían que era muy bueno machacar retama con sal y vinagre, hacer una cataplasma y aplicarla a la zona afectada, pero, ¿en qué lugar, si todo el cuerpo era un suplicio? Lo peor eran las comidas o hacer sus necesidades; la madre se encargaba de todo, mientras su corazón se desgarraba, oyendo los ¡ayes! de aquel hijo de sus entrañas. De los 8 hermanos, él, que era el pequeño, parecía actuar como esponja, atrapando las enfermedades mientras los otros gozaban de una salud envidiable. Con 12 años le operaron de amígdalas, pero ¡A LO VIVO!, con un aparato puesto en la boca para que no la cerrara ni se tragase la lengua: luego le introdujeron una maquinita, como las que sacan las bolas de helado para rellenar cucuruchos; giró, dio un tirón, primero a una y luego a la otra angina, mientras el niño gritaba y trataba de soltarse de las correas que ataban sus pies, manos y abdomen, tipo silla eléctrica. Durante 3 días no pudo comer ni apenas beber, pues todo era echar sangre. Hubieron de darle unas vitaminas, por lo anémico que se quedó. No sé si a causa de los medicamentos, que quizás tenían un exceso de calcio, empezó a crecer. Con 14 años medía 1,80; a los 21, 2,10; y menos mal que ahí paró. Con 17 años se le había metido el reúma en el corazón y le operaron, implantándole una válvula; a los 28, otra operación, para renovar esa y poner otra más. A los 42 fueron 3 las válvulas, aorta, mitral y coronaria. En ese intervalo, desoyendo los consejos médicos, se casó y tuvo 2 hijos. Con 52 falleció. ¡¡Nació para sufrir!! Su esposa fue para él un bálsamo de bondades, pero un cardo borriquero para el resto de la familia.
Dejar una contestacion