La madre decía de Manuel que era más raro que un perro verde. «Le he preguntado qué quería de regalo en Navidad», comentaba a su esposo, «y me ha dicho que un pobre, para cuidarlo». Así era, porque en ese momento que iban los dos viendo los escaparates llenos de cosas bonitas, iluminados y con música navideña, el niño vio a un anciano sentado en un rincón, tiritando de frío. Mamá nunca le negaba nada; entraron en una cafetería, pidieron un tazón con leche bien calentita y un bocadillo. El niño se lo entregó al mendigo, mientras su manita acariciaba el rostro, poblado con espesa barba. Quiso la madre retirarlo, no fuese a pillar algún piojo, pero el pequeño le dijo: «¡Mamá, mi pobre es un buen hombre y lo quiero acaricíar, porque él no tendrá familia, cuando está en la calle en una noche tan fría». Durante varios días, cada noche, se iba el niño a llevarle la leche y algo de comer. Se entabló entre ellos una hermosa camaradería. El indigente le agradecía sus caricias y palabras de amor, puesto que no conoció a su madre ni nadie nunca le dio un beso o le dijo una palabra de ternura. Manuel, desde entonces, le daba un beso en la frente cada noche y el viejo comía y bebía lo que el niño le traía, con un nudo de emoción en la garganta. «Dios te bendiga», le decía, agradecido. «Pero una de esas noches, precisamente la de Reyes Magos, cuando Manuel llegó con las viandas, encontró a su amigo muerto, con una dulce sonrisa en el rostro. Así, el niño vio que no era tan viejo y si se le quitaban las barbas, hasta resultaba guapo. No se lo pensó dos veces, Manuel tomó a su mendigo en brazos, mientras un haz luminoso cayó sobre ellos. La gente, admirada, decía: «¡Mirad, una estrella errante. Pedid un deseo!». Pero no, eran ellos, que iban a la gloria de Dios Padre, para seguir siendo amigos hasta la eternidad. Reflexión: Es tiempo de caridad y amor. ¡Hagamos feliz a alguien que viva en la calle y no tenga recursos!
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