Un hombre casado, que tiene cuatro hijos, piensa que uno de ellos no es suyo, porque él y su mujer no tienen ni ojos verdes ni pelo rubio como el niño, que se parece mucho a otro hombre que vive muy cerca de la pareja. El marido, que sabe más o menos con quién se acostó su mujer, no recibe una respuesta de ella, mientras que el niño no sabe nada de lo que está ocurriendo y ya tiene doce años.
El padre biológico, llevado por la apariencia del niño, pide a la madre y al marido que el niño le sea devuelto, o, al menos, le dejen hablar con él, y, claro está, el marido, que ha cuidado al niño durante doce años, no quiere perderlo, porque lo ama, está acoplado a sus tres hermanos y es muy feliz.
Los dos hombres se encuentran y se enfrentan.
Las familias se reúnen para hablar y solucionar el tema, pero nadie parece ponerse de acuerdo. Sin embargo, con la intervención de unos amigos neutrales, se llegó a un acuerdo verbal, con el que, aunque ninguna de las partes estaban muy felices, se acordó que lo ideal sería intentar la comunicación amistosa entre ambas partes, custodia compartida, para evitar perjudicar al niño, evitando así un amargo y costoso pleito legal.
Después de varias semanas de comunicación entre el cuidador y el padre biológico, todo marcha muy bien y el niño continúa
siendo muy feliz con ambas familias, ya que el padre biológico también tiene hijos propios.
La madre del niño, que mintió a ambos hombres, firmó los documentos del divorcio solicitado por su marido por infidelidad.
José Antonio Rivero Santana
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