Hasta no hace demasiado tiempo, la pobreza en España estaba fuera de nuestro vocabulario habitual; era un concepto residual. El pensamiento general era que quienes estaban en esa situación marginal lo eran por decisión propia; esa era la idea que tenía la mayoría en su cabeza. En ese tiempo pasado se creía que para salir de esa situación marginal de pobreza era suficiente con trabajar y así conseguir unos ingresos fijos que permitieran planificar el futuro; hoy vemos que ese paradigma ha quedado obsoleto y anacrónico, ya que la realidad visible es que el trabajo, si lo tuvieras, no te saca de la situación marginal de pobreza, sino que más bien te acerca peligrosamente a la mendicidad, ya que apenas se pueden cubrir los gastos mínimos necesarios, que ahora se han convertido en un lujo que no nos podemos permitir. Aparece una nueva figura en nuestras vidas, que es la del trabajador-mendigo o el mendigo-trabajador, resucitando situaciones de tiempos pasados.
Vamos de cabeza a las políticas de asistencia social que se practicaban en el siglo XIX para neutralizar el pauperismo y el crimen de pobreza. En aquel tiempo, se crearon los asilos de pobres que ya propusiera Malthus y la Poor Law Act de 1834 en Inglaterra. Así, el trabajador pobre se verá transformado, por ley, en un pobre trabajador. Aparecerán las Workhouses que servirán para esconder la pobreza y desarrollar su misión en dos ejes complementarios como son el estímulo y la coerción. El pauperismo quedaría ahora, como ya fue entonces, relegado a una dimensión puramente moral definido como la permanencia en la pereza, la ociosidad y el exceso… Es decir, en la naturaleza viciosa. Se trataría de disuadir y castigar; de disciplinar tal y como Karl Marx percibió: «[…] en esas cosas de trabajo la beneficencia se combina con la venganza que la burguesía desea infligir a los desvalidos que apelan a su caridad». Su tarea ya no será eliminar el pauperismo, sino disciplinarlo.
Si en Gran Bretaña se trataba a los pobres por auto diferenciación (H. Taine; Notas sobre Inglaterra, 1920), en lugares de tradición católica se procedía a clasificarlos. Concepción Arenal, por ejemplo, construiría una historia natural del pobre que los dividía: «[…] los miserables lo son porque no pueden trabajar, o porque no quieren trabajar, o porque malgastan lo que ganan o porque no reciben lo suficiente por su trabajo» (C. Arenal; La cuestión social: Cartas a un obrero, 1895).
Parece inexorable nuestro destino por el camino que nuestros delegados gobernantes han elegido para sacarnos de la situación. Y vemos el peligro que supone repetir lo que ya vivieron nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos…, volviendo a experimentar situaciones enterradas por la Historia y que los privilegiados, ésos que nunca pierden y que siempre están ahí, en la penumbra, han decidido desenterrar.
A la vista de la «sordera» de la que los Gobiernos hacen gala desoyendo las protestas del pueblo que gobiernan, no viene mal dar un vistazo a lo que pensaban los filósofos en el XVII respecto de la legitimidad de los pueblos frente a una situación injusta.
Según Thomas Hobbes, una vez que el pueblo ha entregado voluntariamente el poder a un soberano (un gobierno), ya no existe la posibilidad de revertir el proceso, haga lo que haga ese soberano; el pueblo engañado no tiene el derecho a la rebelión (T. Hobbes, Leviatán). Sin embargo, John Locke defendió el derecho a la rebelión, incluso armada, en el caso de que un soberano injusto no cumpliera lo que hubiera prometido (J. Locke; Dos Tratados sobre el Gobierno Civil).
Antonio Lora Jiménez
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