Manuel Bueno
Director de Colesterol Teatro
Si la vida es un viaje, morir es un descarrilamiento en toda regla. O, no.
El teatro se muere (por abandono) y los que engrasamos esta maquinaria, también. Nada, ni nadie especial somos y hacemos. O, sí. Digamos que nos apasiona ese entramado de emociones que, primero, nos abducen y, luego, destilamos como si tal cosa, plantando cara a la muerte y envolviendo la vida de un rojo carmesí de cabaret al que nunca llegamos a abandonar.
Todo lo que se ama, mata. Todo lo que nos mata, nos libera (de repetir y repetir los ciclos traicioneros). Morir y vivir, dos acciones que vienen juntas y se derraman, desde siempre, a nuestro alrededor, marcando la senda incontestable de la existencia.
Ni morir es tan grave (como pintan los vendedores de Paraísos), ni vivir debiera resultar tan trabajoso (como la patronal de los muertos vivientes nos castiga). Dormir es un ensayo sobre la muerte (de la que regresamos cada amanecer). Experimentar la vida implica aceptar este paréntesis intermitente cada día. Morimos y vivimos a la vez y nadie se queja, pues. Solo, cuando el sueño impone su criterio de NO regresar, nos invade la duda, y hacemos del insomnio la bandera del miedo, de nuestro gran temor a no despertar jamás.
Pero, ¿de verdad, importa?……¿el qué?: no regresar… …¿tenemos tanto miedo a morir?. La muerte, es natural. La vida, también. Pero, nos han alejado tanto de la naturaleza (que nos es propia), que al ser humano le dan miedo las dos cosas. Morir o vivir: la angustia de cada día, amén.
Cuando la vida y la muerte están en equilibrio, sobrevivimos. Cuando la vida mete un gol, decimos que la felicidad invade nuestro ser. Cuando dejamos de amar, nos vamos yendo. Dejamos de ser. Morimos.
La vida y la muerte son dos dimensiones de la Existencia. Son imprescindibles, ambas, para mostrarnos la inmensidad del TODO EXISTENCIAL, del infinito, del vacío, de la nada, de la paz. La una da sentido a la otra y al revés. Vivir eternamente sería tan absurdo (y agotador), que suplicaríamos la muerte como alivio de tanto ir y venir entre dos aguas.
Tememos a la muerte porque no la comprendemos. Porque nos han enseñado a tener miedo a lo desconocido, en lugar de amar a todo aquello que nos sorprenda, que nos aleje de lo obvio. El amor a la verdad es aceptar que los opuestos, no solo se atraen, sino que se complementan, nos enriquecen y nos llenan de matices que alegran nuestro paso por este mundo maravilloso y cabrón.
Pero, ni nos atrevemos a vivir una existencia plena, ni nos acercamos a la muerte con curiosidad. Rehuímos lo uno y lo otro. Andamos siempre acojonados por el pasado (que no existe ya) o por el futuro (que todavía no está), dejando a nuestro mas insólito presente en una espera (stand by) incómoda e irrecuperable, cuando en él y solo en él se basa nuestra infumable realidad. El ser humano vive en un no-estar, estando; en un sin-vivir, viviendo. Creo que no hay un ser vivo mas estúpido que el que aquí nos ocupa. El hombre (y la mujer) vive en una eterna contradicción que le angustia, que le aniquila, que le bloquea, que le divide, que le deja tieso: «para qué vivir, si antes o después hay que morir».
Con la muerte, solo desaparece un cuerpo prestado, al que has tenido que atender a ratos. A cambio, él te lo ha dado todo, todo el tiempo. Morir, consiste solo en despedirse de ese maravilloso ente multicelular electroquímico, que nos ha acompañado durante unos años, para mostrarnos la magia de la luz, los sonidos, el calor y el frío, el aroma del aire, la dulzura de otros labios impregnados en miel,la intuición de lo que no se ve, los sueños….
Vivir y morir apasionadamente, es una opción. No experimentar lo uno ni lo otro con alegría, es perderse la oportunidad infinita de ser y no ser, sin tener que elegir, como Hamlet, la respuesta siempre equivocada.
Hasta pronto, Juana Mari. Hasta siempre, Raúl.
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