Sonia llevaba varios años trabajando en un taller de envasado de licores, en la calle Blanco Argibay, de Madrid, cerca del cuartel de la Remonta, por lo que tenía que pasar a la fuerza por la puerta, y los soldados la abrumaban con sus piropos y groserías. Ella era muy mojigata y vergonzosa, así que agachaba la cabeza y echaba a correr hasta sortear el «peligro». Se lo contó a una amiga íntima que tenía y ésta le aconsejó que les hiciera frente, les soltara cuatro frescas… «Y ya verás»,le dijo, «cómo no se vuelven a meter contigo». Sonia iba pulcra y bien vestida a su trabajo y luego allí se ponía la bata blanca. Tenía una hermosa cabellera que se recogía en un artístico moño italiano, que era la moda de entonces. Aquel recogido parecia una morcilla que iba desde el cuello a la coronilla. Un día, Sonia tuvo un cambio de opiniones con su jefe y salió de la fábrica de mal talante. Al llegar al lugar del «suplicio», se echaron hacia ella los piropeadores, el más osado le dijo: «¡Morenaza, ¿qué llevas en ese moño?!». Ella le miró fijamente: «A tu abuela cagando debajo de un puente». Tanta gracia les hizo aquello que, desde entonces, se limitaban a saludarla con todo respeto: «Buenos días -o noches-, señorita Sonia». A aquella chica se le estaba pasando el arroz y a sus 31 años no había novio a la vista, hasta que entró Sebastián, un chico nuevo para reemplazar al encargado que se jubilaba. No tardaron nada en hacerse novios, ella le dio la llave de su casa, con la promesa de que jamás entraría, a no ser le que pasara algo a ella, pero que llamara a alguna vecina. Él lo prometió por su honor. Ya llevaban 4 años de relaciones y fijaron la fecha de la boda para después del verano. Quedó él en ir a buscarla un domingo a las 17 h. para ir al cine.
Continuará…
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