Cicerón decía que existe una ley no escrita, sino innata, la cual no hemos aprendido, heredado, leído, sino que de la misma naturaleza la hemos agarrado, exprimido, apurado, ley para la que no hemos sido educados, sino hechos, y en la que no hemos sido instruidos, sino empapados.
Tuvimos un paraíso, un paraíso que fue mi infancia. Mi infancia y mi barrio. Que conservo intacto en mi recuerdo y que cuido y mimo constantemente en mi imaginación. Un barrio que, para mí, era como una colmena. Un panal donde nos apelotonábamos y nos relacionábamos en torno a esa ley no escrita todos los chicos del mismo. Como niños «roísos» de calle, nos adentrábamos en un mundo de descubrimientos, tanto geográficos como sociales. Nuestros límites físicos, dentro de esa colmena imaginaria, al principio, estaban muy delimitados. Por un lado, el cerco de los Casiaros y el camino de tierra que se extendía de una manera misteriosa e inquietante dirección Los Montesinos. Por otro lado, teníamos la Playica del Acequión y el Campico de San Mamés. Nuestros centros de operaciones transcurrían entre las cuatro esquinas de la casa de los Chafarrías, la calle San Pablo y la Plaza de los Gitanos, sin olvidar la estación tren y sus magníficos cocherones. Finalmente, el límite de las salinas, que nos lo imponía el paso del viejo puente de madera del Acequión. Marcos «el de Áureo», Enrique, Manolico y Paco Pedro «Los Chafarrías», Fernandito «El Esteve», Pedrín, Manuel «El Hortelano», Tomás «El Payá», Manuel «El Geíca», Ramón «El Lázaro», los hermanos Jaén, José Manuel «El Melalo», Marcos, Claudio, Antonio Portillo «El Rabioso», Claudio y Ángel Clares «El Clares». Allí crecimos todos, jugando al balón, a las chapas y las canicas, allí aprendimos también a acompañar a alguna niña del barrio hasta el portal de su casa, allí fuimos creciendo hasta que las bicicletas de la época (Orbeas y BH) fueron ampliando nuestro territorio geográfico, a la vez que se iban forjando nuestros sueños. Hoy, ante la terrible noticia del fallecimiento de mi amigo Ángel Clares, vuelvo atrás en el tiempo, entro de nuevo en mi paraíso para recordarlo lleno de vida, de vitalidad. Encaramitado en su bicicleta recorriendo el barrio, su barrio. Me lo encontré hace un año aproximadamente y compartimos un café en el «Bareto». Hablamos y recordamos, hablamos y reímos, hablamos y nos identificamos, con esa ley no escrita y aprendida en nuestra infancia. Se me parte el alma al recordarte, lloro de impotencia y rabia. Ángel, amigo, siempre estarás en mi paraíso, en ese paraíso feliz que fue nuestra infancia y nuestro barrio. Que Dios te bendiga.
Salva Torregrosa
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