Allí arreaban a las ovejas, cabras y perros, saliendo por el portillo hacia las praderas. Al despuntar el sol por Levante, ellos ya estaban sobre la colina para poder admirar el prodigio de la Naturaleza:los tonos rosas, lilas, rojizos, azules, amarillos y el verde reflejo de las yerbas, preñadas del rocío mañanero. Era la nava la que se adornaba con la neblina del río, cuyos vahos, junto al calor del sol, se coronaban de blanca niebla, que más parecía torundas de algodón que bruma. Durante el día, los animales corrían, jugaban y comían, vigilados por los perros, así ellos se podían dedicar a lo que les gustaba, mirarse a los ojos con ternura y recitar poesías. Había total inocencia y candidez en aquella relación: ella era la hija del patrón y él el criado fiel; eso lo tenían bien claro, pero una especie de imán los atraía el uno al otro, como 2 polos magnéticos. A pesar de tener él 17 años y ella 15, eran puros y cándidos. Pasaban los años y llegaban nuevas y blancas crías a los tiernos rebaños y otras se iban para siempre, pero ellos seguían con aquellos poemas, llenos de bucólico lirismo. Abundio encontró un rosal silvestre con rosas pajizas, de las que cortó 3, pues sabía que eran las preferidas de Candelaria: llegó hasta ella con las manos a la espalda y, ofreciéndoselas, exclamó: «¡Pastora, soy tu pastor desde que amanece el sol!». Candelaria sintió unas mariposillas por el estómago, respondiendo: «¡Pastor, yo soy tu pastora desde la nocha a la aurora!».
Hubo una desbandada de ovejas, quizá debido a alguna culebra, y todas corrían hacia la cima del cerro. Abundio corrió como un rayo porque sabía que en la Mella del Diablo había un precipio y perecerían todas. Una vez arriba, perdió pie y cayó junto con el ganado. Allí quedó ella, muerta en vida, con las 3 rosas de la inocencia en las manos. Cada año, en esa fecha, el rosal silvestre sólo echa las 3 rosas pajizas y 1 roja, sangrante, como el corazón de Candelaria.
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