¿Qué sentiría Inés Ramírez cuando, en la madrugada del 6/3/2000, se le presentó un parto (con perdón) como el de las burras, a los 10 meses de gestación? Estaba sola en casa, con la única compañía de su pequeño de 8 años, Benite; su esposo y 2 hijos mayores habían ido a una ciudad lejana a vender cereales. Ella sabía que no podía contar con ellos, ¡ni con nadie! Los dolores eran insoportables. La pobre mujer temía que este bebé muriera, como su anterior hijito, que, por falta de asistencia, falleció al nacer. «Tengo una botella de licor», decía atribulada, «así que empezaré a tomar pequeños sorbos, pero el dolor persiste cruelmente». Notaba cómo su hijo quería nacer, fuera como fuese. No había nadie a quien acudir; el centro de atención sanitaria distaba varias horas de allí; el médico venía cada 2 meses a echar un vistazo a las pobres gente que, hacinadas, vivian en chozas de barro, con techo de hojalata, durmiendo sobre el suelo toda la familia junta. No tenía tiempo ni podía ponerse en camino a demandar ayuda. Inés temblaba, presa del pánico, mientras el pequeño Benite le pasaba la manita por la cara. «¿Qué le pasa a mi mamita?», decía angustiado. En ese momento, y a pesar de que el alcohol la tenía aturdida, viendo el rostro preocupado del niño y la manita inocente acariciándola, tomó una drástica decisión: «Será la vida de mi hijo la que salve, aunque a mí me cueste la mía». Tambaleante a causa del dolor, fue hasta la cocina y, tomando un afilado cuchillo en su mano, se sentó en una vieja silla de anea, clavó los ojos en el mísero techo de su vivienda: «¡Señor, si Tú me ayudas, haremos que este niño nazca. Llévate mi vida, Jesús, pero salva a mi hijo. No es malo el cambio; yo tengo 43 años y él toda la vida por delante!». Se santiguó y, esgrimiendo el arma blanca, dijo: «¡En tu Santo y Divino Nombre hago la incisión!». Cogió la piel de su abdomen y, en el pliegue, introdujo la aguzada punta, que rajó la carne, haciendo salir un chorro de sangre. Siguió Inés rasgando hasta dar con la bolsa amniótica, que se rompió. Entonces se produjo algo maravilloso, casi un milagro: el niño braceaba y lloraba queriendo salir. Tomó la madre la cabeza y, con sumo cuidado tiró de ella hasta que salió todo el cuerpo, colocó al recién nacido sobre su pecho y lo tapó para darle calor. Ella seguía sangrando y tiritando de frío. Haciendo un supremo esfuerzo, sujetándose las tripas, consiguió echar unos leños en el hogar; se tumbó sobre una manta con el niño pegado a su cuerpo y, tras la gesta, se desmayó. Inés sabía que se iba a morir, pero no le importaba, al ver aquel trocito de carne rosada que succionaba sus senos y daba por bien sentado el sacrificio. Lloraba de alegría: «Dios, ¿ves que merecía la pena? Ahí tienes a mi hijo que, por tu santa voluntad está en este mundo. Mejor que Tú nadie me hubiera atendido». Al día siguiente, acertó a pasar por allí un señor que entró a pedir agua. Al ver la escena se horrorizó. Cosió la herida y se llevó a la mujer al hospital más cercano, que estaba a 10 horas de distancia, por caminos de cabras. Hoy en día viven tanto la madre como el niño, Orlando, pero yo me pregunto: ¿qué se merece esta mujer? ¡No tiene precio ni hay palabras para definir esa gran prueba de amor!
Reflexión= Para toda la vida no basta un solo amor: tal vez el nuestro sea para toda la muerte (Luis Rosales)
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