Secretos del salón

El Conde de C. daba unas recepciones a todo lujo, a las que acudía la «nobleza»: banqueros, políticos y otras «yerbas venenosas». Lo notable de esos fastos es que en ellos desaparecía una pareja de novios o amigos, dando a entender con ello que se habían fugado, o alguien en la fiesta les ofreció trabajo o dinero, pero resultaban chocantes aquellas extrañas ausencias, hasta que los padres de una joven denunciaron su desaparición, precisamente en una de esas fiestas, a la que había sido invitada. Cuando la Policía quiso indagar, se tropezó con que el Conde era aforado y no se podía registrar su mansión. Impotentes, esos padres veían pasar los días sin que apareciera su hija, entonces acudieron a «esferas más altas», consiguiendo la orden judicial que permitió a la Ley poder hacer su labor de indagación, con impedimentos por parte del Conde. Fue en el salón donde descubrieron «el secreto» de tanta gente desaparecida. Detrás de unos gruesos cortinajes, había un botón que, accionándolo, se abría una puerta de la que partía una escalera de 30 escalones, hacia el sótano; abajo, un salón de tortura iluminado con hachones, tipo Edad Media. Hedía el lugar a carroña y carne putrefacta, 4 personas, sobre somieres de hierro, desnudas, atadas con cadenas y sintomas de haber sido martirizadas. En habitaciones adyacentes, chicos y chicas a los que habían violado, sodomizado y dado grandes palizas con palos o zurríagos. De todo eso se quiso zafar el Conde, alegando su ignorancia, pero el padre de la joven que destapó el «asunto» agarró un azadón y, en pleno juicio, saltó entre la gente, dándole al «gran señor» un zampoñazo en la nuca, que lo dejó en el sitio. «¡Hala, como a los conejos, detrás de las orejas, que ahí no se cojea. Se acabaron tus fechorías!». Lo hizo en venganza de tanta juventud muerta por culpa de los vicios del aristócrata y dando gracias a Dios que llegaron a tiempo de salvar a su mancillada hija.

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