Vivimos en la era de la información. La información está al alcance de cualquiera, y cualquiera también puede publicar su propia información. En este punto, corremos el peligro de pasar de la información a la sobreinformación: demasiado material y, por desgracia, no todo válido. Para poder discernir lo que es en realidad información útil y fiable, y lo que son meras opiniones disfrazadas de información, debemos siempre fijarnos en lo que hay detrás de las palabras: en primer lugar, en qué fuentes se basa, y, en segundo lugar, qué intereses puede haber detrás. Así, no es lo mismo que se pronuncie sobre nuestra salud un médico que la vecina del quinto, por sus fuentes; pero, desafortunadamente, también hay que tener en cuenta que algunos profesionales son más fieles a sus intereses que al juramento hipocrático.
Volviendo a la sobreinformación, llama la atención el bombardeo al que nos someten nuestros contactos en redes sociales: titulares impactantes, remedios milagrosos, mensajes políticos… Para no pecar de crédulos, y para que nadie nos engañe, es fundamental revisar las reglas anteriores. En primer lugar, comprobar el origen de la información: ¿Cuál es la fuente? ¿Hay estudios científicos detrás? ¿De dónde salen estas declaraciones? ¿Es un medio de comunicación fiable o un pseudomedio? En segundo lugar, sepamos leer entre líneas las intenciones de las informaciones compartidas y de ciertas opiniones (especialmente, cuando son frecuentes, vehementes, y siempre en la misma dirección): ¿Nos quiere vender algo el emisor de la información? ¿De dónde obtiene sus ingresos nuestro contacto? ¿Tiene carnet de algún partido político? ¿Aspira a conseguir algún beneficio si nos convence? Hagámonos estas preguntas y muy probablemente encontremos respuestas inquietantes. Por eso, lo más sensato en este panorama es acudir a las fuentes nosotros mismos, leer lo que dicen unos y otros (algo que podemos hacer en estas páginas), y sacar nuestras propias conclusiones. La información es poder, pero siempre que sea correcta.
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