Frutos empalagosos

Desde siempre han existido mujeres «fáciles». En el antiguo Egipto, hasta las hijas de los faraones yacían con cualquiera y se casaban con sus hermanos; también en Roma, Mesalina y Agripina se echaban apuestas a ver cual de ellas «aguantaba» más horas de sexo: para ello, eran colocadas sobre un cuadrado que sobresalía del suelo, con tramos de escaleras por un lado y otro, de modo que los hombres que subían esperaban su turno, practicaban sexo y bajaban por el tramo de escalera de la parte contraria. Así se tiraban a veces el día y la noche, y sólo descansaban para hacer sus necesidades, comer y beber. Claudio «El Cornutto», como le decían, parecía vivir en babia, sin enterarse de nada, tan sólo le molestaban las moscas, que los negritos se encargaban de espantar con hojas de palmera, y se desvivía por los higos y brevas, que nadie en palacio comía, ya que eran frutos sagrados, que sólo él tomaba. El Emperador era un hombre enfermizo y débil, con un defecto congénito, que le hacía mover la cabeza hacia todos lados y sorber el contenido de sus fosas nasales. Por eso, su esposa, asqueada de tanta porquería, se refocilaba en el lecho con el primero que pillaba a mano, como una marrana que se revuelca en el fango. Una tarde que paseaba por los jardines, Agripina ordenó a todas sus damas y eunucos que la dejasen sola, pues le dolía la cabeza y quería estar un rato en silencio. En cuanto vio que no había nadie cerca, inyectó un potente veneno en uno de los higos, con la absoluta seguridad de que tarde o temprano su tonto marido se lo comería. A los 15 días le presentaron una bandeja de oro llena de esa fruta, que él comía con delicia, pero al 3º que engulló, empezó a sentirse mal y en 5 minutos estaba muerto. ¡OJO! Tanto higo al final empalaga o se indigesta.

Kartaojal

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