«¡Vamos, Pol!», decía yo, y ella, como un apéndice, pegada a mis talones, me seguía a través de los surcos del terreno, en dirección al claro arroyuelo, que saciaba cada día la sed de las zarzamoras. Era la época de sus frutos, y su frondosidad veíase a lo lejos; bolitas negras entre delgadas raíces como esqueletos de pesadilla grises. Llevaba mi cesta al brazo y recogía las moras para mamá, que hacía ricos postres, así como con los maoletos, endrinas o madroños. Pol se para y se pone a ladrar con furia. Miro a un lado, al otro, atrás, al frente y al cielo con sus velloncillos de nubes haciendo formas caprichosas y…; no veo nada anómalo. Ella queda sentada sobre un terrón y yo me acerco al arbusto escogiendo las mejores, y las más jugosas. Oigo un ligero «siseo» y entre las ramas aparece la faz de una serpiente, con su lengua vivípara olfateando el aire. No me lo pienso, tomo un terrón y se lo arrojo, con tan buena puntería que le da en el cogote y cae en el agua, vistiéndose de plata con los rayos del sol. A mi lado está Pol moviendo su cola (¡menudas defensas tengo con ella, jajaja!), como diciéndome: «Te estaba avisando del peligro y tú no me hacias caso». La tomo en brazos, que era una forma de pedirle disculpas, y ella me lame como si fuera una vaca y, una vez más, se establece un nexo entre nosotras, que es la forma de hablarnos. «Mañana», le dije, «tendrás para ti un trocito del pastel de mamá». ¡Cómo me entiende! Quiere bajarse al suelo y echa a correr, viene, me muerde el ruedo de la falda y otra vez a correr, pero ahora detrás de una mariposa amarilla. Por último, algo recelosa, se mete en el arroyo y también ella es como una sirena plateada, con su pelo marrón lleno de hilillos de oro.
Dejar una contestacion