«Mi vecina» (esa que todos tenemos, sin poderlo evitar)

Manuel Bueno
Director de Colesterol Teatro

Vivir y escribir. Vaya mezcla. Si vivo, escribir no me llama. Cuando escribo, todo en mí se ralentiza, cada palabra ocupa su lugar, cada emoción se sujeta a la silla para no caer demasiado vertical en el abismo inevitable del absurdo. La vida es puro azar, y escribir esto no añade soluciones al juego del amor. Amor y muerte, dulces pesadillas humanas que nos acompañan hasta el final. Vivir sin amor es como morir sin sexo. Amor y sexo, dos en uno, pack indivisible. Succión. Transacción. Exaltación. Meditación. Y viaje al interior de uno mismo, eso es. Viajar y extasiarse. Eyacular y arrojarse al mundo paralelo del otro. Permanecer en el orgasmo infinito. Explorar clítoris/penes y descubrir cascadas de locura derramándose sobre las sábanas. Sobre el pajar. Sobre la cadera bisexual de todo amante improvisado, desconocido, desatado, total.
La palabra escrita es la peor. La peor amante. La más oculta y previsible a la vez. La apaciguadora de estrellas. A la que nunca dedicaría un WhatsApp ni entre dos polvos. En cambio, lo que transgrede la vocación de monja y seglar, y los convierte en atrevidos artesanos de lo genital, se obtiene con el susurro piramidal de una buena oración lúbrica atravesando el aire cálido que separa unos labios del pubis virginal. Pues bien, la palabra escrita y la verbal-hormonal, son nada comparadas con la expresión visceral de dos cuerpos que estallan hacia un encuentro, minutos antes,  impensable, impracticable, técnicamente imposible. Dos energías, enredándose en el laberinto infinitesimal de los algoritmos bioquímicos del deseo, constituirán siempre una hermosa y armoniosa ecuación. En la que los senos y cosecantes, hipotenusas y cotangentes, se acoplarán una y otra vez (y las que sean necesarias) para dejar en buen lugar a la física cuántica y anecdótica, en los extertores de un verano como este, en el que la pasión se convierte en una flor tropical receptiva y el língam se elonga hasta esa nube de inmensidad hermafrodita, regalándonos una lluvia de paz, amor y dignidad terrenal de vez en cuando.
Pues bien, escrito esto, llega el momento de saludar, desde aquí, a mi vecina. Sí, esa que me imita. La mujer está mayor, y solo se queda con la copla de mis gritos selváticos, durante la sesión loca y kamasútrica, a la que me suelo entregar en cuanto mis otras ocupaciones me lo permiten.
Es un asunto curioso y divertido a la vez. Ella (mi vecina), obvia la parte esencial-sustancial de la Operación Salid@ y se queda con el barullo, que no es na comparado con la ración de metafísica-erótica que profesor y alumna desarrollamos en el shalam-salon.
Vamos, como siempre en este país: mucho ruido y…. las nueces se las come, una vez más, el payo Montoya. Amén. Un suponer.

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