Caminaba feliz y cómodamente por una de las calles de Santa Cruz de Tenerife, mi tierra natal, precisamente el día antes de emigrar a Inglaterra por amor y estudios en 1976, cuando de repente oigo un tremendo ruido y un grito al mismo tiempo. Un coche había atropellado a un perro. El conductor se dio a la fuga y la jovencita, la dueña del perro, saltó a un lado, salvándose, pero no pudo evitar que su perro fuera atropellado. Parecía muerto, sin vida. Le pregunté a la jovencita si necesitaba ayuda con el perro y no puso obstáculo. Coloqué el perro en un lugar apacible y, fuera del murmullo y curiosidad de la gente, y comencé a hacerle, lo mejor que pude, un tipo de respiración artificial y masajes que aprendí durante mi servicio militar en Las Palmas Gran Canaria, pero el perro no daba señales de vida. Había que tener paciencia y serenidad. La jovencita continuaba llorando y llorando sin parar, pero se le veía mas tranquila y apaciguada, y, después de esperar unos veinte minutos, ¡bingo!, el perro comienza ligeramente a mover su cabeza y su estómago, parece estar vivo. La jovencita sonríe y salta alrededor: «mi perro ha resucitado, mi perro vive». Y la jovencita me abrazó. Nadie me había abrazado de esa manera. Y un servidor estaba muy contento porque había hecho algo por alguien en su corta vida…
José Antonio Rivero Santana
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