¿Habéis oído y leído aquel dicho de que el orgullo, que a veces no parece herir o penalizar, en ocasiones puede herir gravemente o matar al que abusa de él?
Jaime y Ramón, ambos con problemas de salud, eran muy buenos amigos; sus esposas eran muy amigas, siempre salían juntos, siempre se iban de vacaciones, al cine y al teatro juntos, incluso sus niños iban a la escuela y jugaban juntos, las parejas bromeaban, comían y bebian juntas, se prestaban dinero, apostaban juntas en las quinielas de fútbol y de caballos y se repartían los beneficios, no criticaban ni discutían, parecían dos parejas felices y sin problemas, hasta que uno de los maridos, Ramón, que había ganado una promoción en su trabajo, inesperadamente, como afectado por la luna llena de esa noche, y sin apenas tomar un trago ese día, y después de su trabajo, invitó a su amigo Jaime a una bebida en el bar local. «Quiero demostrarle a mi mujer que puedo beber más de un vaso de vino tinto al día sin ella», dijo Ramón. Pero, aunque a Jaime no le gustaba la repentina idea, tampoco se negó, por lo que, sin comunicárselo a sus esposas, ambos se dirigieron al bar, que estaba vacío; pidieron una botella de vino tinto, sin nada para comer, y luego otra botella. No había nadie a su alrededor en el bar para pararlos, excepto el camarero, que, viendo la situación, con Jaime y Ramón tambaleándose malamente jugando a los dardos, telefoneó al médico local y a una de las esposas.
Cuando el médico llegó al bar y se percató de la situación, Jaime y Ramón ya no hablaban, las miradas de ambos estaban perdidas, llamó urgentemente a una ambulancia, pero ya era tarde, ambos hombres habían fallecido envenenados por el alcohol.
El orgullo sin control, como las drogas y el alcohol, hiere y mata.
Jose Antonio Rivero Santana (JARS)
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