De todos es notorio y sabido que, en tiempos de guerra, las tropas son alojadas en casas particulares, iglesias, conventos, organismos oficiales, etc. Cerrad los ojos por un momento e imaginaos un país cualquiera, una guerra y alguna época de antaño, un pelotón de soldados con 4 «mandos», que llegan al lugar; las autoridades los meten en la iglesia. ¡Qué miedo y escándalo para el clero! Pero las contiendas bélicas son así. El capitán distribuyó a sus hombres, algunos de centinelas en las bardillas del jardín, otros en el campanario y algunos alrededor del edificio. A la hora de comer, no había problema, ya que estaban bien surtidos por la intendencia. El problema grave era ¿dónde evacuar? Los enemigos estaban apostados de forma que el primero que asomara la nariz fuera del perímetro de seguridad, era abatido. En la cena se suscitó la cuestión para que cada uno diera su opinión. Uno dijo de hacerlo en un cubo y echar su contenido a un barranco próximo, otro que cavar un hoyo en el patio y ponerle una tabla encima, hasta que un soldado «pilitonto» dio con la solución: quitar el confesionario, abrir una galería que llegara al arroyo, como a 100 m. de distancia, luego levantar dos pequeños muritos para poderse sentar, y volver a colocar el mueble, para que nadie sospechara, así, a la vez que limpiaban el alma, también quedaba el cuerpo como una patena. El día de marras, llegó a la iglesia el teniente castrense, para confesar a la tropa; por ello, entró por un portillo disimulado, que había entre malezas, a un corredor y salir por la sacristía (si llegan a saberlo los de dentro, buena gana de trabajar en balde). Era al atardecer y en el rancho habían comido alubias blancas y un vino «peleón», que no sé si estaría algo en mal estado o bien el tocino demasiado rancio, el caso es que se les aflojó la tripa y allí andaban en fila como 20 soldados esperando para entrar al confesionario, otros apretando el «cucu» para no hacérselo encima. El cura, al ver esto, quedó admirado por tanta fe e hizo ademán de meterse dentro, para confesar a aquellos buenos cristianos, pero a poco no sale a «hostias», pero no consagradas, sino de las de un sopapo por querer colarse en la fila delante de los otros. El pobre sacerdote decía, trémulo: «¡Esto no es una guerra; es un caguicidio!». Abrid ya los ojos.
Dejar una contestacion