Isla de la Cornamenta

El barco arribó a aquella isla, en la que todas las mujeres y hombres iban desnudos, pero tocados con un sombrero cónico, y un cuerno a cada lado, por eso el lugar se denominaba «Isla de las Cornamentas». Nada más atracar y saltar a tierra, Estebanillo se topó con una viuda, que se distinguía por llevar el pelo atravesado con púas de un árbol, al que allí le llamaban «el pinchador». La señora , muy amable, haciéndole señas, lo llevó a su casa, en la que se encontraba su hija, negra como el ébano, pero de una belleza y hermosura descomunal. Estebanillo quedó «flipado», ya que la madre de la joven insistía en que yaciera con ella, a ver si los hijos nacían como las cebras, a rayas blancas y negras. Negóse el muchacho a aquella aberración, cuando, a instancias del ama, apareció un negrazo de 2 m. de alto, fornido, que lo obligó a tumbarse junto a la chica, en una estera de juncos, incitando el negro al marinero, haciéndole una felación; cuando estuvo a punto, penetró en la joven. Así estuvo un mes, mientras el barco se descargaba y volvía a llenarse de mercancías. Bien comido y bien jod…, aquello sí que era vida. Por las tardes, sentábase Estebanillo en el dique, imaginándose extensos caminos por donde huir, pero al mirar a su novia ya ni soñaba con sirenas que le dijeran «¡adiós!» agitando un pañuelo. Se imaginaba bazares repletos de onzas de oro para sobornar a alguien que lo sacara de aquella maldita isla. En su desesperación, creía ver tenedores mágicos que convertían la sopa clarita en sólido arroz y los «coscurros» de pan en cigalas, langostinos o bogavantes. Sospechaba que lo estaban drogando con algun alucinógeno. La viuda, al ver el «trabajito» que el marinero hacía a su hija, también quiso, como los cuervos, tomar parte del festín, pero ella era gorda y mantecosa, con el corazón delicado, pero calentorra y sensual. Estebanillo fue obligado, como antes, por el negrazo, pero cuando iba a empezar la «función», el nauta lanzó una hedionda y sonora ventosidad, que mató a la viuda del susto. Él huyó de la casa, al barco que zarpaba, llevándose todo el oro que pudo, sin esperar al entierro, ni ver si la negra tenia un bebé o una cebra. ¿Quién sabe si no fuese él mismo muerto y devorado por aquellas extrañas gentes?

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