Voy a salir a echarle un capote a ese toro endemoniado al que llaman TABACO, a petición de muchas amistades, familia y contactos en las redes sociales, que no saben cómo capearlo y alejarlo de sus vidas. Antes os diré que llevo 16 años sin fumar y aquí me tenéis tan feliz y a gusto con la vida que llevo, y, aunque algún tonto del «cucu» me la quiera amargar, perdonad que os diga esto: «Todas las flautulencias que salen de mi cuerpo, por arriba y por abajo, se las envío a ellos con mis mejores deseos de que se mueran pronto para formar una buena fiesta». Sentado este precedente, voy a explicaros lo que yo hice para dejar el tabaco (mi marido tampoco fuma desde hace 11 años): Cierta noche de un 24 de enero estaba con un Ducados negro fumando tan pancha, mientras leía «Rebeca», de Dafne du Maurier, y de pronto me dije: «¡Tía, éste es el último cigarrillo que fumarás en tu vida!». Entonces me interrogué a mí misma: «¿Pero, cómo? Es imposible, si son casi 25 los que me fumo». Esa voz interior me fue dando instrucciones: «¡Imagínate que estás en una isla, ¿qué harías, tirarte al mar y ahogarte? ¿Jorobarte de rabia? Practica esto y si aguantas 15 días sin tocar esa cosa nociva, podrás decir «¡Sayonara, baby!»». Los 3 días primeros los pasas normal, sin pensar en ello, pero como en mí debe haber una vena «masoca», dejé el paquete entero y el mechero encima de la mesa del comedor, para verlo a todas horas, pero cuando yo misma decido algo, sin coacciones, soy dura como el acero y aguanté hasta esa ficticia frontera de las 2 semanas que me marqué; es más, cuando paso junto a alguien que lleva un pitillo encendido, aguanto la respiración o me tapo la nariz ante ese repugnante olor. He aquí el misterio para dejar esa insana costumbre, pero hay más… Continuará
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