Todos deberíamos ser por una vez como Scrooge, el personaje de Dickens, antes de Navidad. Pasar por una pesadilla pasajera en la que todos perdiéramos aquello que pensamos nos es dado en exclusiva, aquello que consideramos merecer antes que todos los demás, como un indefendible derecho de pernada sobre los sueños ajenos. Y que sirviera para aprender a poner en valor lo que verdaderamente importa.
En algunos de los tratados de metafísica que no leo, dividen a las personas en dos categorías: los que han hecho las paces con el mundo o los que han declarado la guerra al universo. No creo ni en los unos ni en los otros. Lo que sí creo es en la libertad y el mero hecho de intentar acotarla lo más mínimo nos brinda el triste espectáculo de la cobardía.
Siempre he pensado en los límites impuestos como algo que hay que transgredir, las ideas propias como algo que debemos defender. Unas ideas que debemos proteger aun a riesgo de perder el plato de lentejas.
La sociedad en su conjunto parece fluctuar entre la aprobación moral de lo políticamente correcto y el patetismo social, en lo que a libertad de expresión se refiere. Siempre pensamos ser los mejores; los otros, a nuestros ojos no dan la talla del talento que nos presuponemos con desmedido entusiasmo. Vemos la mota en el ojo ajeno y no la viga en el propio. La duda permanente, lo creamos o no, es la única historia de amor que termina siempre con final feliz: el de la sabiduría.
Me han llegado rumores de que en algunos círculos no han gustado algunas cosas que escribo. «C’est la vie». Pero ya aviso que voy a defender aquello que pienso, aquello que me mueve por dentro. En mi caso, mi partido y mi ciudad.
Kafka decía que «deberíamos leer sólo los libros que nos muerden y nos pican». Un autor que todo aspirante a la función pública necesita leer para comprender en su justa medida los oscuros manglares de la burocracia, los peligros que acechan en el no siempre tan inocente acto administrativo.
Deberíamos escribir o leer, sin miedos, aquello que nos pone ante el espejo, lo que nos coloca en el filo de la navaja, en el umbral de perseguir con ánimo de infancia lo imposible. Aquello que nos alerta de los peligros de convertir la falacia en dogma, la bronca importuna en estado permanente, la política espectáculo y vacua en la única vía de afrontar lo público.
El miedo a la libertad, a la disidencia, es el primer atisbo de la mediocridad, el hábitat del que lo único que puede salir es el germen de la tiranía. Atrevámonos a ser el caballo de Troya que socave los cimientos de la estupidez. Ya sea la propia o la ajena. Feliz Navidad.
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