«The walking dead», la punta del faro y la literatura

La parte negativa de estar enganchado a una serie como «The walking dead» es que puedes acabar creyendo que la muerte no es más que una prolongación terrible de la vida y que los muertos vivientes andan en permanente ajuste de cuentas con los vivos murientes.
La parte positiva de ser un ratón de biblioteca es que uno puede aferrarse a los viejos mitos de Atenas o a las páginas del realismo mágico, donde lo real nada tiene que ver con la ficción y lo imposible se hace posible en el rumor de lo cotidiano. Porque la realidad es mucho más rica que lo imaginado y acostumbra a ser una suerte de santa compaña donde los vivos moran sin pudor mausoleos y tumbas, donde los muertos asisten a fiestas y saraos lejos de cualquier camposanto. La vida no respeta criptas ni sepultureros, ni a los Osiris modernos. Y como una ofrenda a Palas Atenea, brota allá donde se le antoja. Donde o estás muerto o andas de parranda. No hay término medio. Y, claro, no es de extrañar que nos deje a todos con esa sensación de estar hartos de caminar por el alambre.
Estas fechas son propicias a la melancolía. Pareciera como si diciembre jugara habitualmente con dos barajas sin saber muy bien a qué carta quedarse. La fatiga emocional que deja no es pequeña y obliga a buscar cobijo allá donde se encuentre. En mi caso, cuando han llegado las horas lancinantes, esas horas difíciles de la herida y el desconsuelo, me apresuro a contemplar el mar desde la punta del faro, el único paisaje del mundo que conozco capaz de contener la totalidad de la nada en la luz atardecida.
Y desde aquí, desde la punta del faro, os escribo. Desde esta catedral inacabada que son los bloques de hormigón a orillas de este mar que todo lo dice y todo lo calla. A veces el delirio se instala y le da a uno por dejarse llevar. Y somos fruto de lo vivido, cierto, pero no en menor medida lo somos también de lo leído, de lo soñado, de las canciones que escuchamos y de las películas que vemos a lo largo de la vida. Pero especialmente es la literatura lo que me nutre, lo que alimenta mis ganas de vivir y de soñar. Y, llegados a ese punto, perdemos el hilo, y contemplo el oleaje y entreveo los ojos de de Ernest Hemingway entre la espuma. Si miro hacia el faro, parece esconderse tras sus piedras el capitán Ahab y el rumor de Moby Dick. Si contemplo la bahía, un escalofrío recorre mi espalda, ahí está Torrevieja en toda su desnudez. Contemplada desde levante adquiere toda su esencia. Y, a través de ella, todas las ciudades noveladas aparecen ante mí, la Alejandría de Kavafis, el París de Maigret, la Nueva York de Auster, el Macondo de García Marquez, la Dublín de Joice y Beckett, la Barcelona de Vázquez Montalbán. Encuentro tan fascinante a Torrevieja como a Savannah, como al condado imaginario y real de Yoknapatawpha. Aunque aún está por llegar la novela que le haga verdadera justicia, el Williams Faulkner que nos abra los ojos a lo que fuimos y somos; a lo que verdaderamente podemos llegar a ser.

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