Principia el día una vaporosa niebla de poniente, apenas un breve instante en el que todo se entremezcla con todo, y que, como un levísimo consuelo de eternidad imposible, deja en el aire la certeza de que uno puede acabar tropezando con la felicidad donde menos la imagina.
Aspiro a vivir poéticamente, sea lo que sea que esto signifique, y no políticamente. Y digo no desde la rotundidad de quien conoce el terreno que pisa. Y le digo no a esa política ejercida como el arte del reproche, la venganza y la «omertà». Hay momentos en los que uno debe dejar atrás lo que no es más que desasosiego camuflado de sentido común. Prefiero hacer pie en lo sagrado, tratar de entender las razones del otro, habitar en la gozosa ambigüedad de la vida, mirar sin resentimiento, escuchar el mar, vivir bajo la lluvia, coger un trozo de misterio, demorarme en la profana y divina belleza del mundo, entender la pura gratuidad de la existencia que nos es dada y a la que llegamos tras una sucesión casi infinita de azares. Siempre he creído que la belleza en su sentido más amplio, definida como aquello que nos hace más leves los sinsabores de la cotidianidad, es el mejor antídoto contra los dogmatismos, contra la intransigencia, contra los propios prejuicios.
Hay preguntas recurrentes que nos persiguen a lo largo del tiempo y cuyas respuestas acaban justificando una biografía. Existen también preguntas que nos van saliendo al paso. ¿De qué sirve sobrevivir si es a costa de perderse, de alejarse de lo sido y lo soñado? ¿De qué sirve si la única opción que se permite es la ocultación o la huida?
Siempre hay una luz que se enciende, una madrugada que te da la enésima oportunidad de ser lo que deseas, como si el viento elevara por nosotros las plegarias que no nos atrevemos a entonar, como si aquello que se nos queda atorado en la garganta fuera liberado con los vendavales que preludian las tormentas de mayo.
Es urgente tener arrestos para vencer la ruindad que se entrevé en lo que ha de venir, saber transitar en un tiempo de incertidumbre en el que se reclama la heredad de la sangre y en el que nadie quiere firmar la paz de la generosidad y la aceptación del diferente.
Uno tropieza y cae y se levanta. Andar en el alambre con actitud de asombro, bailar en el abismo sabiendo que no se sabe bailar, tiene estas cosas: buscar el paraíso perdido para acabar sabiendo que nunca lo tuvo, que no hay más paraíso que el que a trancas y barrancas vamos construyendo y desmoronando a partes iguales día a día.
Dejar una contestacion